Noviembre es el mes de la patria, un mes en que el colorido de los símbolos patrios resplandece con mayor intensidad avivando en los corazones la llama del fervor patriótico.
Un periodo singular de gestas históricas que marcaron el devenir de una nacionalidad vestida hoy de fiesta, que sin distinciones de ninguna índole nos invita al encuentro reflexivo con nuestros antepasados; muchos de los cuales, pese a no figurar en la crónica de la época, con su heroísmo e hidalguía labraron palmo a palmo cada arista del Estado que después de 105 años de “vida republicana” nos enorgullece enarbolar.
Hablo de un Panamá que nació entre la pugna de ideales e intereses particulares, venerado más por su encomiable y esbelta figura, que por su empeño, sacrificio y tradición de servicio al mundo. Un crisol de razas que intenta crecer en medio de la lucha por conservar una identidad que gota a gota se diluye en la inmensidad del océano cultural que nos embiste, donde desigualdad y corrupción, a todos los niveles, son la tónica característica que adornan el acontecer nacional.
Un país que, junto a lo mejor de su gente, busca a tientas abrirse paso entre una herencia bipartidista que nos mantiene cautivos del conformismo oscilante entre el origen y los culpables del bagaje de nuestros derroteros y el cinismo de aceptar, complacientes, a quienes menos desmanes infligieron a la institucionalidad del Estado, a cambio de permearnos migajas de lo que realmente nos correspondía.
Somos el reflejo de una sociedad aletargada que, subliminalmente, insta a rendir tributo a la mediocridad; lo que menos importa es el prontuario de valores de quien aspire o ejerza un cargo público.
El poder y la soberbia desafían a diario el clamor popular, el respeto a la vida y la obligación de hacer patria.
Los espacios políticos cedieron su carácter de servicio social para convertirse en la cofradía de unos cuantos bellacos que después terminan apadrinando y ultrajando con sus trasnochados discursos de fondo, la insignia tricolor… sin darnos cuenta quedamos inmersos en un círculo donde el juegavivo y la inequidad se institucionalizaron, formando parte de una cultura donde el civismo y el patriotismo se tornaron objetos de libre comercio, con códigos de barras universalmente aceptados que se venden a merced del mejor postor.
Hoy no es el 40% de los panameños que vive en condiciones de pobreza el mayor obstáculo que nos separa de alcanzar una nación más justa y, por ende, las magnánimes “Metas del Milenio”. Lo que realmente nos distancia de ese anhelado sueño es la inequidad y la corrupción que 9 de cada 10 ciudadanos perciben de las más representativas entidades del Estado.
En estas efemérides patrias, tanto las emotivas frases como los grandes aforismos requieren concretarse en obras que nos transformen en arquitectos de nuestra propia vergüenza, que con altruismo, entereza y el firme propósito de alcanzar por fin la victoria, edifiquemos ese bastión de gente noble y laboriosa que alguna vez soñaron nuestros mentores en los albores de la vida nacional.