En el campo político de nuestros tiempos se tiene el drama personal de Jesús como el drama histórico de la humanidad. Desde luego, no fue a partir de la flagelación mortal que el hombre se interesó por una codificación que respetara la vida y la diversidad ideológica. Fueron muchas las hazañas que campearon sobre la tierra en búsqueda del equilibrio social. Los protagonistas del rango universal de Pericles, (a.C.), gallarda figura de la convivencia humana, se multiplicaron en los afanes democráticos. Pero a partir de la muerte de Jesús, la humanidad encontró el símbolo perpetuo para desarrollar grandes jornadas por la vida, por la paz y por la tolerancia. Estos son los tres objetivos que sintetizan la pasión humana y son, igualmente, los ideales por cuya vigencia Jesús murió en la cruz.
Las pavorosas tragedias que engendra el despotismo ocurren porque el sistema político de una sociedad determinada se aparta de los ideales expuestos. Sin paz encuentra su nicho la muerte, sin tolerancia como arista de la libertad el hombre yace en la esclavitud y sin respeto al bien supremo que es la vida, la pena de muerte florece como sanción intimidatoria más que reparadora.
En los días que corren no hay empeño mayor que el que conduce a la abolición de la pena de muerte. Es un intento político de superación. El cadalso judicial existió en Panamá hasta el año de 1903. La última condena la sufrió Victoriano Lorenzo en la época colombiana. En su caso adquiere todo su rigor inhumano lo irreparable del fusilamiento. A partir de la República, gracias al espíritu abolicionista de los fundadores del nuevo Estado, se excluyó del sistema constitucional la sanción mortal. Son pocos los países que en la actualidad mantienen la pena capital, y los organismos que luchan por su eliminación se multiplican y no desmayan en el esfuerzo. Estados Unidos y Cuba, con políticas contrapuestas, aún conservan, empero, en sus respectivos sistemas penales dicha pena y cada vez que se aprieta el botón sobre la cámara de gas o se levanta un paredón, la humanidad protesta, gime, se engrifa y repudia el hecho judicial por cruel y obsoleto, porque la vida es un bien inviolable.
Es útil advertir que hay dos enfoques para apreciar y juzgar la pena de muerte. Está la pena de muerte como sanción codificada. Es lo que acontece en Estados Unidos y Cuba. Está igualmente la "pena" de muerte, de hecho, como acción despiadada y brutal del totalitarismo. Son los abusos ocurridos en Panamá a lo largo de la dictadura militar y que lograron en el ajusticiamiento de Giroldi y otros su colofón sanguinario e inescrupuloso. Pero tanto en la pena codificada como en la pena totalitaria el efecto es igual en cuanto a la desvalorización de la vida, irreparabilidad y barbarie.
Lo que viene expuesto llega a mi entendimiento al contemplar largamente a Jesús en la cruz. No me he limitado a ver su estampa lacerada y adolorida; he matizado la visión repasando velozmente las traiciones históricas a sus mensajes y la perseverancia de quienes aún luchan por ellos. En la bajamar del género humano, las inquisiciones de la intolerancia no se apagan. El irrespeto a la disidencia política, el irrespeto al pensamiento ajeno son formas modernas de actualizar la imposición satánica de Caifás. Los pueblos cansados del sufrimiento, del despotismo y de las guerras infernales, podrían decir con sobrada razón lo que dijo Jesús al momento de expirar: "Elí, Elí ¿lamá sabactani?" (Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?).
Sin duda, el niño iraquí a quien la guerra le amputó de su espíritu a sus padres y de su cuerpo sus brazos, y que será llevado a Inglaterra como trofeo de guerra, según se vio en la televisión, simboliza con su dolor la barbarie y desesperanza del mundo de hoy.
Al contemplar largamente en estos días santos a Jesús atravesado por los clavos del martirio, imploro con humildad la presencia en la tierra del Dios de la vida, de la paz y de la tolerancia.
