Alguna vez leí un artículo sobre los crucigramas. Decía que los psicólogos los recomiendan como bálsamo matrimonial y que la familia que los resuelve unida permanece unida.
Pasados unos años me enteré, (Perdón; suspendo mi relato porque mi mujer me pide desde la alcoba una palabra de cinco letras que corresponde a la antigua capital de Beocia. “Tebas”, le contesto, y prosigo).
Digo que leí que el crucigrama es bueno para fortalecer la memoria y evitar enfermedades mentales. Según estudios realizados (Lamento la nueva interrupción de mi mujer. ¿Maíz mexicano de brote tardío, siete casillas? “Camahua”, respondo).
¿En qué íbamos? Comentaba que varios estudios clínicos comprueban la importancia de los crucigramas para la memoria y la prevención del Alzhéimer, sobre todo, hizo que me sumergiera con mi mujer, en el mundo de las palabras cruzadas.
Durante un tiempo resolvimos los pasatiempos juntos, pero acabamos peleando porque decía que yo consultaba la enciclopedia hasta para el nombre de cinco letras de la capital de Francia. Ella escribía la primera barbaridad que se le venía (Un instantico. “Languyo”. Lo siento: mi mujer pedía una enfermedad que afecta la cola de caballos. “¡No, no sobra una letra! –le contesto-. ¡Es languyo, con yé, no con elle!” Me sacan de quicio las preguntas a gritos desde la alcoba y mis berridos de respuesta desde el escritorio).
En fin, y luego tenía que borrar. ¿Era esto lo que estaba diciendo? Terminó cada uno resolviendo sus propios crucigramas, y surgieron problemas que nunca habíamos tenido en nuestro matrimonio. Cuando yo miraba entretenido una película, oía un partido de fútbol, leía un libro fascinante o escribía mi columna
(“¿Qué pasa, mija?” Otra vez ella. “No, no te estoy contestando de mal modo, lo que pasa es que a esta distancia me toca gritar”. Mentira. Sé que estoy contestándole golpeado, pero disimulo. “LR. Sí, el símbolo químico del Laurencio. Que no, LU es Lutecio, ¡caray!”. Vuelvo a lo que estaba. “Tampoco, mija: PO no es un elemento químico sino un río italiano”. Mil perdones).
Hablaba, creo, sobre las interrupciones permanentes de sus preguntas crucigramísticas. Mi mujer se volvió irrespetuosa e impertinente. Primero me sacaba de concentración con preguntas disparadas sin reparar en lo que yo estuviera haciendo. Después ni siquiera me indicaba el número de casillas. “Si pido el dios de los banquetes en la mitología prusiana, y tú lo sabes, no necesito darte el número de letras, porque de pronto me engañas”. Confieso que lo hice un par de veces. Ahora puedo estar hablando por teléfono con el Santo Padre, y mi mujer levanta el auricular de la alcoba y pregunta cosas sin la menor (“¡No, no, el hermano de Filomeno es Plutón. Salmoneo es de Sísifo!”. Excúsenme)
Hemos acabado por odiarnos. Es falso que los crucigramas aumenten la armonía conyugal. Por el contrario, destruyen cualquier hogar. Sí, he pensado seriamente en el divorcio. Sin embargo, ocurre que (“¡Pues busca en la Enciclopedia Británica y no me molestes más!”. Que ya no me cree, dice. “¡Más idiota será la tuya!”, le contesto. Eso sí me altera: que se meta con mi mamá).
