[ LIBERTAD RELIGIOSA ]

San Antonio

No falla. Cuando un objeto se pierde, le rezo un padrenuestro a san Antonio. Ese mismo, el santo con cara de buena gente y niño Jesús en brazos. Es una costumbre heredada y normalmente encuentro lo que busco, lo que atribuyo (y que no se me enfade el devoto varón) a que el recogimiento, porque lo hago con recogimiento, ejerce un efecto de concentración en mi memoria y recuerdo enseguida dónde lo he puesto o dónde puede estar por lógica, porque lo cierto es que nunca aparece por arte de birlibirloque. No creo en milagros, pero los seres humanos somos así de incoherentes, y en materia de incoherencias algunos nos llevamos la palma. De hecho, es posible que incluso las mentes más racionales convivan a sus anchas con creencias que son parte de la cultura entendida como modo colectivo de conducta. Llevamos las tradiciones tan pegadas a la piel y al lenguaje, que no es difícil oír a un ateo confeso clamar al cielo o invocar a Dios o al Diablo en momentos difíciles.

En esta línea, cabe mencionar que España es un Estado laico y aconfesional como dicta su Constitución, aprobada en referéndum en 1978, sin embargo, arrastra en sus costumbres y ceremonias un sinnúmero de vestigios de su tradición católica, acentuada durante la época franquista por el contubernio Iglesia-Gobierno. Por ejemplo, en la toma de posesión de altos cargos gubernamentales, como el presidente y los ministros, aún se jura o se promete (el funcionario elige) cumplir el mandato constitucional delante de una cruz y con la mano en la Biblia, y los funerales de Estado se celebran por el rito católico. Alegar que son costumbres resultaría tan poco serio como mis padrenuestros.

Está claro que hablamos de actos públicos; la libertad religiosa de los particulares está garantizada, y el hecho de que una considerable proporción de los españoles sea católica solo atañe a la esfera privada y no es excusa alguna para extenderla a la oficial.

Y oficiales y públicos son los colegios españoles a cargo del Estado, a los que asisten niños y jóvenes de distintos credos (contando a los hijos de los emigrantes, muchos de ellos musulmanes, hindúes, hebreos, protestantes u ortodoxos, entre otros) o alumnos cuyos padres no desean que se les imparta doctrina alguna. Sin embargo, en estos centros, preside cada aula un crucifijo que adopta distintas modalidades. Puede ser una sencilla cruz de madera o un crucificado en toda regla, es decir, sangrante y doliente.

La semana pasada, la Comisión de Educación del Congreso solicitó al Gobierno aplicar una reciente sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo que estima que “el crucifijo en la escuela pública supone una violación de los derechos de los padres a educar a sus hijos según sus convicciones y de la libertad de religión de los alumnos”. El Ejecutivo ha aplazado la toma de decisiones.

En realidad, el mandato de Estrasburgo recuerda que la aconfesionalidad del Estado contenida en la Constitución, que el domingo pasado cumplió 31 años, no se ha llevado a la práctica en esos importantes detalles. La tradición se mantiene por inercia o más bien por temor a la reacción, que suele ser furibunda, de los que piensan que el catolicismo es aún sustancial en España.

La laicidad, sin embargo, supone una apertura a todos los cultos y no la supremacía de uno de ellos en desmedro del resto. En un país donde los inmigrantes censados son el 12% de la población y donde los nacionales se alejan cada vez más de los postulados de la Iglesia católica -aunque no de los ritos que aportan prestigio social como las bodas, los bautizos y las primeras comuniones (volvemos a las incoherencias)-, no podría concebirse de otro modo.

Por lo demás, y a nivel privado, que cada quien le rece al santo de su elección. El mío es san Antonio.


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