San Juan de la Cruz: la noche oscura del alma

San Juan de la Cruz: la noche oscura del alma
La oración de un místico puede resultar incomprensible para un ser humano común, pues a menudo desean padecer para ayudar a salvar almas.

Juan de la Cruz es conocido por el hecho de ser un potente poeta lírico, uno de los más grandes de su tiempo. Esto no siempre es conectado, sin embargo, con la causa de aquel poder poético de expresión espiritual, que se encuentra sin duda en las sedientas ansias de su vivencia mística. Sí. San Juan es, también, un gigante del espíritu, que ha amado a Dios, entregándose sin tregua a su fe y soportando padecimientos sin nombre en aras de su fidelidad a su compromiso cristiano.

Para todo el que ha vivido, sufrido y amado a un tiempo, y piensa que las ha visto todas, Juan de la Cruz es un consuelo y una esperanza. Hay que haber sentido “el torrente de las aguas caudalosas” para comprender hasta donde puede llegar la fe en medio del sufrimiento.

Juan de Yepes y Alvarez nació en 1542 en Fontiveros, una pequeña villa entre Avila y Salamanca. Su padre, Gonzalo, huérfano de niño, fue educado por sus tíos,acomodados comerciantes de la seda en Toledo. El joven Gonzalo tenía próspero futuro, pero al pasar por Fontiveros camino de la feria de Medina del Campo se enamoró de la madre del futuro santo, una muchacha pobre y huérfana, Catalina Alvarez, que trabajaba como tejedora en el pequeño telar en que él se alojó.

Los tíos de Gonzalo, orgullosos de su abolengo familiar lo desheredaron, y rompieron todo lazo con él, de modo que este también se estableció en Fontiveros como un humilde tejedor. Doce años después, murió, dejando a su esposa y tres hijos —Juan, el menor— en una gran pobreza.

Su madre los llevó a vivir a Arévalo y luego a Medina. En esta localidad había un hospital para pobres, el de las Bubas, en donde se atendían casos avanzados de sífilis. San Juan trabajaba con los enfermos y recogía limosnas en la ciudad para atenderlos. El director del hospital, viendo que también tenía vocación para los estudios, lo hizo estudiar con los jesuitas, latín, historia y literatura, adquiriendo una buena formación humanista. El director del hospital lo quería para capellán, y aunque era un cargo que otros ambicionaban, San Juan se sentía llamado a una vida espiritual más intensa. Se fue del hospital una noche, para evitar presiones, y tocó las puertas del convento carmelita de Santa Ana. Tenía 21 años al vestir los hábitos.

Desde 1564 a 1567 prosiguió estudios en la Universidad de Salamanca. En 1567, recién ordenado sacerdote de 25 años, regresó a Medina para decir la primera misa en presencia de su madre. Allí conoció a santa Teresa de Jesús —sin duda, el encuentro más trascendente de su vida— que rebasaba los 50 años, y había ido a Medina para fundar su segundo convento de carmelitas descalzas: para aquellas de su orden que deseaban volver al rigor de la regla primitiva. Ella deseaba extender la reforma a los varones y en fray Juan encontró el mayor de sus colaboradores. Pronto apreció Teresa el peso de su santidad.

Diez años después la reforma se había extendido no solo por Castilla sino también por Andalucía. Los frailes calzados sintieron que su relajado estilo de vida estaba en peligro y pusieron contra Teresa y fray Juan al general de la orden y otros superiores. Entonces vinieron terribles persecuciones.

La noche del 2 de diciembre de 1577, como un nuevo Getsemaní, la vivienda donde moraban fray Juan y un compañero de orden fue asaltada por un piquete de hombres armados que los llevó arrestados. Fray Juan fue conducido al priorato calzado de Avila donde fue azotado dos veces. Luego, por temor a que fuesen a rescatarlo lo condujeron de noche y por caminos infrecuentados a Toledo. Entró a la ciudad con los ojos vendados. Lo juzgaron los Calzados en el convento carmelita de Toledo y lo condenaron a estar en prisión el tiempo que el general de la Orden gustase. Primero estuvo confinado en una celda ordinaria del convento. Pero, cuando se supo que el otro fraile que había sido arrestado con él había escapado de su prisión, fray Juan fue trasladado a otra más segura. En suma, lo echaron a una mazmorra que servía de retrete a una habitación aledaña.

Gerald Brennan describe la pasión de san Juan de la Cruz en este lugar: “Era una pequeña habitación de seis por diez pies. Estaba iluminada por una por una aspillera de tres dedos de ancho situada en la parte superior de la pared, de modo que para leer los oficios tenía que subirse al banco y levantar el libro hacia la luz, y aun así tan solo podían distinguirse las letras hacia el mediodía. A través de esta abertura le llegaba el rumor del Tajo que corría junto a su prisión. Su lecho consistía en una tabla en el suelo cubierta por dos viejas mantas, y como en invierno la temperatura desciende mucho en Toledo y la humedad se filtraba a través de los muros de piedra, tenía que soportar un frío terrible. Luego, con la llegada del verano sufría igualmente un calor asfixiante“.

No recibió ropa durante los nueve meses que estuvo en prisión; los piojos lo devoraban. Su alimento eran unos mendrugos de pan y unas pocas sardinas, en ocasiones solo media. Estas le provocaron una fuerte disentería.

Dice Brennan: “había también días de ayuno, al principio dos o tres a la semana, después, solamente los viernes. Entonces era llevado al refectorio donde comían los frailes y, arrodillado en el centro de la sala, recibía su pan seco y agua como un perro. Después el prior lo amonestaba.”

Era presentado ante los demás frailes como un hipócrita, que se las daba de santo, pero “solo quería que lo tuviesen por bueno” según sus acusadores, y era cubierto de denuestos. Se le llamaba sembrador de discordias, dador de escándalo, etc. “Ahora descubríos la espalda: allí escribiremos las reglas de la nueva reforma”. Acto seguido, recibía la disciplina circular en su espalda desnuda: cada fraile lo golpeaba a su vez con una vara mientras recitaba el Miserere. Juan soportaba estos azotes en silencio. Los frailes jóvenes sentían piedad por él y exclamaban: ”Este es santo, dígase lo que se quiera”. Esto enojaba aun más a los superiores, que lo tachaban de “astuto y taimado y serpiente oculta entre la hierba”. Toda su vida llevó en su piel las marcas de los azotes.

Desde su celda escuchaba conversar a los frailes de la habitación contigua (que, como sabían que él los podía oír, fingían no saberlo y le daban literalmente “tortura psicológica”). Así, comentaban entre sí, que toda la reforma había sido suprimida y que Teresa de Jesús y el padre Gracián estaban en prisión “por herejes”. Sobre el propio fray Juan decían: “Qué aguardamos de este hombre? Empocémosle, que nadie sabrá de él”. Sostenían que nunca saldría de allí como no fuera para ser enterrado. Su disentería se agravaba, junto con sus escrúpulos: ¿le habría fallado a Dios? ¿Habría discernido bien? Temía haberse equivocado y morir en el pecado lo que le atormentaba más que el dolor físico, pero él se mantuvo fiel hasta el final. Reflejó sus luchas en Subida al Monte Carmelo y la Noche oscura del alma. (Seguiremos el próximo sábado).

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