Jorge De Las Casas jdelascasas@prensa.com
Ars, en Francia, cerca de la ciudad de Lyon, era una pequeña aldea de apenas 40 casas en 1815. Poco después, en febrero de 1818, el presbítero Juan María Vianney se dirigió a ella, al saber su nombramiento como nuevo capellán. El clero no gustaba del lugar. Para los sacerdotes el sitio era como una especie de exilio, miserable en lo material y lo espiritual. No hay mucho amor en esa parroquia, le había advertido el vicario general al Abbé Vianney. Y con esperanza agregó: tú le infundirás un poco.
Con sus pocas pertenencias llegó Vianney a las campiñas próximas, pero, perdido a causa de la niebla, se hizo conducir por un niño pastor: Amiguito le dijo, tú me has enseñado el camino de Ars, yo te enseñaré el camino del cielo. Hoy, un monumento que los representa a ambos, a un kilómetro al sur de Ars, recuerda este encuentro entre los dos pastores, el de almas y el de ovejas.
Durante los siguientes 41 años, Juan María Vianney fue el párroco (al principio solo capellán) de Ars. Su humilde labor no pasó, sin embargo, inadvertida, sino que trascendió fronteras, atrajo multitudes y ocupa un lugar en la historia de la Iglesia universal. Hoy él es el patrono de todos los párrocos del mundo. Cuando llegó a la aldea, solo un hombre del pueblo iba a misa. Cuando murió solo un hombre del pueblo no iba a la misa. El pueblo no era solo más practicante, desde el punto de vista litúrgico, sino más sinceramente cristiano. ¿Cómo lo hizo?

