Con esta proclama que recorrió ciudades y campiñas se dio inicio a la Revolución Mexicana de 1910, uno de los más sangrientos movimientos sociales del continente. Mineros, campesinos, intelectuales, profesionales, comerciantes, en fin, hombres y mujeres, se sumaron para poner fin al mandato del dictador Porfirio Díaz, perpetuado en el poder por lo más retrógrado y corrupto de la sociedad mexicana.
Una frase que bien vale traer a colación en un país signado por males similares y aquejado por un encubierto sistema de explotación y pauperización de las capas menos favorecidas de la sociedad, y por un modelo político que permite la indefinida reelección de los miembros de un poder del Estado que paradójicamente está concebido para garantizar la representación popular.
Lejos de la figura de la “voluntad general” en que Rousseau resume los altos derechos de la comunidad; de la “representación del soberano” (en este caso del pueblo) con que Tocqueville fundamentaba la democracia norteamericana; o el “fundamentalismo legislativo” de Locke como centro del poder gubernamental, nuestro modelo de representación popular es una caricatura del ideario que dio origen al Legislativo como fiel del equilibrio del Estado.
El Órgano Legislativo, a pesar de las intenciones de los constitucionalistas, se ha convertido en un cubil para negociados, colusiones, coimas y “madrugonazos”; muy distante de la transparencia que demandan los asuntos nacionales, opera cual trasnochadora que prefiere la alta noche para sus actividades.
El hemiciclo legislativo ha dejado de ser centro de sesudos debates y esclarecidas propuestas, para transmutarse en el escenario de peleas caninas por el hueso de las partidas “circuitales”; de las exoneraciones de autos; del nombramiento de partidarios o parientes y de quienes ganan más simpatías defendiendo los proyectos enviados por el Ejecutivo.
Sin crítica, sin investigación sobre los efectos colaterales de los proyectos, sin asomo de racionalidad en los argumentos; balbuceantes, estridentes, impulsivos, nuestros diputados hacen gala de sus viscerales apasionamientos como mecanismo para lograr aprobar los proyectos de su interés. El caso más reciente de ocultamiento, no por ello menos escandaloso, ha sido la derogatoria del artículo 11 de la Ley No. 44 de julio de 2004, mediante la promulgación de la Ley 55 de 6 de agosto de 2008 que regula el comercio marítimo. Sin participación de la Comisión de Ambiente; sin consulta a la Anam; sin la opinión de especialistas en Biología Marina y Ecosistemas, pasó como un misil hacia la apresurada sanción presidencial sin que nadie se diera cuenta.
Y si la Asamblea Nacional vive del ocultamiento, parece que el Ejecutivo vive en un limbo con respecto a sus compromisos internacionales, pues todo indica que el Sr. Presidente (o sus asesores) desconocen que el Parque Nacional Coiba fue declarado Patrimonio Natural de la Humanidad en 2004 y que esa declaratoria no concierne únicamente a la isla, sino a todo el entorno marino incluyendo la fauna; que Panamá, por medio de la Anam es signatario del Acuerdo Internacional de la Unesco que declara las ballenas como especie protegida; que igualmente firmamos un acuerdo internacional para la protección del delfín y otras especies. A menos que los asesores del señor Presidente aún vean La Guerra de las Galaxias y crean en la selectividad de las redes, la afluencia de las flotas atuneras que ya desbancaron los mares peruanos y chilenos olfatearon en nuestras aguas un nuevo escenario para sus carnicerías.
Pero los efectos colaterales no quedan en la perturbación del ecosistema: esta medida afecta a todas las comunidades pesqueras del Pacífico que dependen de la diversidad para garantizar su sustento. Y tal como sucedió en Perú, la pérdida de valiosas reservas ictiológicas consecuencia de la explotación atunera producirá un efecto de rebote en la economía de nuestro deprimido sector rural. Pero esto no preocupa a los señores diputados, su compromiso ha sido cumplido y poco importa el sustento de estos miles de hombres y mujeres que solo cuentan para ir a las urnas cada cinco años.
Por eso, la consigna de todo panameño debe ser: “Sufragio efectivo, no reelección”, pues es inadmisible mantener en la curul a quienes en histriónicas sesiones y de espaldas a sus electores, sean los agentes de venta de las riquezas del país. Que en escandalosos contubernios nos despojen de tierras, islas, aguas, selvas, riqueza marina, subsuelo, aire y dignidad. Independientemente del partido a que pertenezcan. Ya que el comercio globalizado, al igual que la corrupción, no reconoce fronteras nacionales ni pandillas políticas, debemos impedir la reelección de quienes hacen del erario y de los intereses nacionales una forma de vida.
No garantizamos que nuevos prospectos puedan ser la verdadera solución, pero por lo menos lograremos que un aire fresco desaloje del recinto legislativo los viciados olores de los dólares embolsillados, cupos fraudulentos, comisiones domesticadas y vergüenza nacional.
