Esta nota va dirigida a mis amigos. Ante la imposibilidad de hablar con cada uno -tampoco es que sean muchos-, me valgo de este espacio para decirles adiós. En la canción que interpretaba Daniel Santos el motivo de la despedida es la guerra. El de la mía no lo es. Por el contrario, me mudo a otra parte para vivir mejor. He madurado la idea durante los últimos meses, pero hasta ahora no había aparecido una oportunidad como la que se me acaba de presentar. Y no la puedo desaprovechar.
No me acostumbro a convivir con los escándalos, ni al concubinato alegre que mantenemos con la corrupción. Uno de los reportajes más extensos que he leído en los medios informativos con motivo del inicio del último año de gobierno, publicado en Martes Financiero, pretendió referirse en detalle a los casos más sonados de corrupción, pero las páginas no le alcanzaron. Quizás la única forma de cubrirlos todos sea usar el método de fascículos semanales para que puedan analizarse -al menos los principales- antes de un año (sin que vayan a poderse incluir, por razones obvias, los que ocurran a partir de ahora que, por los vientos que soplan, no serán pocos). Yo pensé que las continuas denuncias y la magnitud y desfachatez de los hechos producirían una indignación ciudadana. Pero ha sido lo contrario: entre mayor es el escándalo menor es el tiempo que tardamos en olvidarlo. El recuento de La Prensa, por lo tanto, solo me reafirma en la decisión de hacer mis toldas en otra parte.
Tampoco me habitúo a la indolencia con relación a la pobreza. Las cifras de nuestro país son aterradoras y pareciera que el abismo entre ricos y pobres se ensancha sin límites. Los informes de las Naciones Unidas y de otros organismos internacionales nos sitúan entre los países con peor distribución de la riqueza, con más de un millón 200 mil panameños en estado de pobreza, y un alto porcentaje en pobreza extrema. Esas cifras van de la mano del desempleo y de la falta de seguridad (la ciudadana porque la jurídica hace mucho desapareció). La verdad es que el factor seguridad era uno de los más me había retenido hasta ahora. En otros países la violencia ha sido una constante, mientras que nosotros siempre nos habíamos preciado, con justificada razón, de que el nuestro era uno de los países más seguros del mundo, al extremo de que los funcionarios usaban guardaespaldas por fachenda más que por necesidad. Eso ya no es así: la falta de seguridad es alarmante, la gente vive atemorizada, y los crímenes violentos ocurren casi con la misma frecuencia que los escándalos de corrupción (los escoltas de los altos funcionarios, sin embargo, siguen siendo inútiles puesto que nadie los quiere matar: la mayoría se conforma con que renuncien). Así las cosas, la seguridad de que antes alardeábamos ha dejado de ser un factor para quedarme.
Sobra decirles, amigos, que mi esperanza y mi deseo es que la ausencia no sea muy larga. Para donde voy la inseguridad no existe: los periodistas la inventan para entretener a su audiencia o a sus lectores; la pobreza desapareció porque tuvieron un gobierno comprometido con los pobres que en menos de cuatro años se las alivió a un millón de personas y a las restantes se las resuelve en menos de un año; el desempleo ha descendido vertiginosamente; el agro ha alcanzado niveles de eficiencia insospechados; la construcción de carreteras ha sido tan prolífica que en mil días pudieron construir mil kilómetros; y la corrupción es, sencillamente, inexistente (y si la hay nadie ha podido aportar un solo recibo que demuestre la existencia de coimas). Hasta el 1 de setiembre, antes de oír a la presidenta Moscoso y a sus ministros, no sabía de la existencia de ese país. Pero para allá me voy a mudar, tan pronto averigüe dónde queda.
Solo me parte el alma y me condena.que ese país quede muy lejos y que no me sea fácil volver a contemplar mis vetustas torres, queridas y lejanas cuando aquí las cosas sean distintas. Pero más me angustia no saber quién se condolerá de mi amargura si todo resultara una ilusión y ese país solo existiera en la imaginación de quienes lo describieron.
El autor es abogado y ex canciller de la República
