Yo crecí entre el canto de la cascá, el arrullo de la titibúa, los anaqueles de una tienda y los abrojos campesinos. Aquella era otra época, la de los años 50 y 60 de la pasada centuria. Mi Bella Vista natal era una calle larga, a la orilla de la que morábamos 300 personas, casi todas conocidas y emparentadas. En la aldea había solidaridad, valor que florecía, cual flor de macano, en el estío peninsular. Había conflictos ocasionales, pero eran minucias superadas y curadas por el tiempo, mientras la brisa salobre del viento del norte acariciaba al poblado, desde los litorales de La Enea; ese pueblo marinero de los Bustamante, Vergara, Saavedra y otras preclaras familias.
Viajar a la villa cercana, Guararé, era emocionante porque allí estaba el ágora griega de la plaza y la blanca torre del templo a la virgen de Las Mercedes. En mi infancia todo estaba preñado de imágenes sensoriales y del embrujo que nacía de un mundo prelógico, una especie de panteísmo a lo guarareño. Lo mismo acontecía con el pétreo edificio de la Escuela Juana Vernaza, centro educativo que se me antojaba plagado de personajes misteriosos, seres que moraban entre las anchas paredes y que, de vez en cuando, asomaban su faz entre las ventanas. A lo mejor, quizás, gnomos que también oteaban desde las amplias terrazas en la sección norte y sur del majestuoso edificio que construyera el español don Pedro Sarasqueta.
En la conciencia infantil de antaño, nada más incisivo que el sonido del yunque tras los mazazos y el chisporroteo de luces en las fraguas de Arcelio Chelo Díaz, Ezequiel Tite Vásquez y Roberto Benavides. En efecto, porque cuando era abril y mayo el campesinado acudía ante el herrero para encargar machetes, hachas y coas. Sí, en estos meses declinaba el verano y se iniciaban las lluvias. Ni más ni menos que el momento de transición entre dos ciclos productivos, del pasto chamuscado al verdor de natura. Tiempo de Cruz de Mayo y de religiosidad, vestida de adoración y súplicas a san Isidro Labrador. A todo ello añadamos el inicio del período escolar, ataviado con uniforme de blusa blanca y pantalón o falda chocolate. Y allí iba ese niño campesino, cargando su bolsa de cuadernos, la que en su ausencia se suplantaba con la chácara terciada en el cuerpo, ya fuera de fibra vegetal o de tela. Mayo era la escuela y el capote, con las botas bajo ese aguacero al que había que hacer frente, porque la campana escolar ya había hecho su llamado.
Abril y mayo tenían olor a tierra mojada, sazonada con gritos campesinos que desde las casas de quincha expresaban la inefable alegría de vivir. Y hasta el ser montaraz respondía al llamado natural al cambio, a la reproducción, al gozo sano de la sexualidad, a esa metafórica cópula entre la gota de agua y el terrón calcinado por el sol inclemente.
En un entorno tan bucólico, la mixtura de sentimientos se vuelve congoja campesina; añoranzas por el alejamiento del estío peninsular e incertidumbre por el invierno sombrío y pletórico de torrenciales aguaceros. Luego, junto al amasijo de las emociones, ese canto insistente de la cascá o cancanela, primavera o cascocha. El hermoso trino matinal “llamando a la lluvia” recoge, compendia y cincela el momento en la psiquis.
En efecto, abril y mayo son una parcela de la cultura campesina, la fotografía en el tiempo de un fenómeno natural, social y meteorológico que eclosiona en el pecho del hombre del campo. Es decir, son ecos sonoros de la vida que desde entonces habita algún rincón del alma, recuerdo que se dispara al escuchar el melancólico trino de la avecilla silvestre o que se torna melancólico al descubrir las secuelas que ha dejado el paso del tiempo.
Al calor de abril y mayo han pasado muchas cosas, pero ninguna tan nefasta como la destrucción del ambiente en que floreció la cultura campesina. La faragua, el hacha y los agroquímicos destruyeron no solo los bosques, sino el mágico encanto que fue la cuna de la orejanidad. Y pese a todo, otra vez al abrigo de abril y mayo, aún cantan las avecillas, pero no para llamar a la lluvia –cual queja de lebruna en la espesura–, sino para recordarnos que la modernidad mal comprendida nos está dejando el alma enjuta, como terrón en el cuarteado callejón en donde dejó sus huellas mi infancia.
