La primera de las 36 veces que vi El Padrino quedé deslumbrado por la escena del abuelo Corleone y su nieto. Cuando retoza con él, don Vito -el mafioso, el bellaco, el asesino-, se transforma en un anciano adorable que corretea por el jardín y recorta una cáscara de naranja para fingir los dientes de un monstruo. Minutos después, el capo di tutti capi muere de infarto en la tomatera, y el nené, jubiloso, lo riega con insecticida. Esto no habla mal del abuelo sino del nieto, y en realidad tampoco habla mal del nieto, porque el nene creía que el gracioso colapso de don Vito era parte del juego.
Aquella imagen me conmovió y, a sabiendas de que aún me esperaba más de medio siglo para llegar a la edad fatal de Corleone, pensé que, cuando la alcanzara, me gustaría emular con ese abuelo torpe y tierno que jugaba gambetas con el nieto predilecto en un huerto estival.
No podía entender entonces que ser abuelo no es cosa de vocación, esfuerzo ni decisión personal, sino un mero accidente. Para peor, un accidente ajeno: algo que le ocurre a otra persona y lo afecta a uno. Uno no se hace abuelo: lo hacen abuelo los hijos. Las circunstancias de tiempo, lugar y circunstancias dependen de ellos. Padre es el que encarga un hijo, proponiéndoselo o no.
El abuelo, no. Uno queda abuelo si un hijo se reproduce. De nada vale querer o no querer, estar preparado o no. Es, además, un título irrenunciable. La ley no habilita a los abuelos para dar en adopción. ¿Rechaza usted la condición de padre o madre? Solo tiene que renunciar a la paternidad o maternidad, entregar lacriatura a una entidad especializada en buscar progenitores putativos y olvidarse del niño y del problema. ¿No soporta la de abuelo? A resignarse, porque no existe código que considere la posibilidad de renunciar a la abuelidad.
Pese a que la condición de abuelo imprime aún más carácter que la paternidad, la desprecian hasta los abuelos. Y es porque no la entienden. Yo tampoco la entendía. Pensaba que iba a ser abuelo como signore Corleone, por allá al cumplir los 70. Y resulta que, como me reproduje a los 21 y una de mis hijas gestó temprano, a los 48 ya era abuelo. A la edad en que algunos deciden casarse, yo era “homólogo” –como dicen hoy los periodistas— de don Vito. Y, así, en vez de envejecer jugando en las tomateras, he crecido disputando con mis nietos rabiosos partidos de fútbol, duras partidas de Scrabble con mis nietas. Uno hace con los hijos lo que yo estoy haciendo con unos adolescentes competitivos que se denominan nietos.
No me quejo. Todo lo contrario. Dos profesores europeos sostienen que muy pronto los ciudadanos que no fumen y lleven una vida ordenada, como la mía, alcanzaran con facilidad los 95 años. Echo lápiz: abuelo a los 48; si alguno de mis nietos me imita y se reproduce a los 21, bisabuelo a los 69 y tatarabuelo a los 90. Con lo cual me quedarían aún cinco buenos años para retozar con mis tataranietos en los campos de fútbol.
Habré inaugurado entonces la tatarabuelidad, la tatarabuelez o el tatarabuelazgo dinámico. No me digan que no es una posibilidad seductora. Lo único que me preocupa es que, para entonces, mis nietos ya serán abuelos. Como quien dice, unos don Vitos.
