La designación de un agente residente en las estructuras corporativas panameñas (sociedad anónima, sociedad de responsabilidad limitada, fundación de interés privado, fideicomisos), tanto en su formación como en su vigencia, es una exigencia requerida por el numeral 7 del Art. 2 de la Ley 32 de 1927 de las sociedades anónimas; y clarificada como labor profesional asignada a los abogados o firmas, mediante el Decreto 147 de 1966. Lo propio está establecido en el numeral 8 del Art. 5 de la Ley 4 de 2009 de sociedades de responsabilidad limitada; numeral 5 del Art. 5 de la Ley 25 de 1995 de fundaciones de interés privado; y numeral 9 del Art. 9 de la Ley 1 de 1984 de fideicomisos, en adelante estructuras corporativas.
La legislación panameña no ha definido qué debe entenderse por agente residente, sin embargo, la Corte Suprema de Justicia sí lo ha dicho en su Sala de Negocios Generales y el pleno, mediante resoluciones del 12 de agosto de 1996 y 16 de febrero de 1996, respectivamente.
La función de un agente residente es solo ser un enlace entre las autoridades competentes o terceras personas y el cliente, con el propósito de facilitar la comunicación entre estos, de modo que sea posible su ubicación e investigación cuando sea pertinente o así sea requerido por las autoridades.
De esa mencionada labor de facilitador, el agente residente está excluido de las facultades propias de un apoderado, es decir, que como tal no tiene facultades de mando, contratación, disposición, representación o notificación, en lugar de sus clientes; salvo casos de fusiones de sociedades expresamente regulados en el Art. 11-A del Código de Comercio. También está excluido de las responsabilidades fiscales, bancarias, penales, comerciales, civiles, laborales, migratorias, etc. de sus clientes, o bien, de los usos indebidos que estos le den a sus estructuras corporativas.
Si bien es cierto que “la función de agente residente que realizan los abogados o firmas de abogados en Panamá, es un trabajo profesional, el que no es vinculante con las acciones o gestiones derivadas de las operaciones de las sociedades que representan…”, como bien lo dijo la Corte Suprema de Justicia; sin embargo, el agente residente tiene la responsabilidad legal de aplicar la debida diligencia en el conocimiento de sus clientes y/o beneficiarios finales; con tres fines esenciales:
Primero, para evitar que su profesión o despacho profesional sean utilizados como instrumentos para cometer delitos; segundo, para prevenir razonablemente que sus operaciones se lleven a cabo con fondos ilícitos; y tercero, para colaborar con las autoridades competentes en casos de investigación, sin que ello signifique una violación al deber de confidencialidad en la relación cliente–abogado.
En ese sentido, se ha legislado la actividad de los agentes residentes en las estructuras corporativas, mediante el Decreto Ejecutivo 468 de 1994, la Ley 2 de 2011 y la Ley 23 de 2015. Esta última regulación incluye las actividades de bancos, casas de valores, compañías de seguros, zonas económicas especiales, casinos, contadores públicos autorizados, notarios, etc., exigiendo debida diligencia en el conocimiento del cliente y beneficiario final.
La debida diligencia es el “Conjunto de normas, políticas, de procedimientos, de procesos y de gestiones que permitan un conocimiento razonable de los aspectos cualitativos y cuantitativos del cliente y del beneficiario final, con especial atención del perfil financiero y transaccional del cliente, origen de su patrimonio y el seguimiento continuo de sus transacciones u operaciones, cuando aplique, conforme a la reglamentación de esta ley, por parte de cada organismo de supervisión”. (Ley 23 de 2015).
Ciertamente, la dignidad no tiene precio, y hay clientes que son indignos de nuestro servicio y actuación de agente residente, ante quienes la ley incluso nos prohíbe establecer una relación, si estos no facilitan el cumplimiento de las medidas pertinentes de debida diligencia. (Ley 23 de 2015).
