Los escritores panameños, como cualquier artista que se respete, vivimos alimentando nuestros sueños. Sueños que nacen de la vida que vivimos y de la que quisiéramos vivir, pero también de nuestros deseos de conjurar la parte oscura de la experiencia humana y las injusticias que mantienen en jaque a la sociedad.
Soñar y querer expresar esos sueños es la única forma auténtica de estar en el mundo siendo novelista, cuentista, poeta o dramaturgo. Pero eso ocurre, paradójicamente, porque sabemos que no basta con soñar: es necesario materializar en obras concretas lo imaginado, o al menos desarrollar una indeclinable lucha permanente por lograrlo. Y, en la práctica, esto solo se logra escribiendo, creando.
Aunque obviamente también es necesario ir viviendo las experiencias que se presentan en el camino o las que nosotros mismos nos forjamos, leer en abundancia y con rigor para templar el conocimiento y dedicarle tiempo a reflexionar sobre ambas cosas y sobre lo que nos gustaría escribir, no cabe duda que el acto mismo de la creación, y sus resultados, son a fin de cuentas la meta principal.
Una meta que debe irse extendiendo, renovando, enriqueciendo con nuevas obras mientras haya vida. Y sin duda, algunos escritores perseveran en su vocación, la vida los favorece, y poco a poco con sus obras se dan a conocer. Sin embargo, hay autores de gran talento que, por diversas razones, jamás despegan. Otros lo hacen tardíamente, bien o mal, y esforzadamente siguen adelante. También hay muchos que publican algo meritorio y luego, inexplicablemente, se quedan en el camino: simplemente no vuelven a escribir (o por lo menos a publicar).
Así como en Panamá se ha dado en años recientes una impresionante eclosión de nuevos autores de muy diversas edades y tendencias –sobre todo cuentistas–, también hemos tenido casos de muertes prematuras de escritores talentosos que, personalmente, he lamentado mucho: por su calidad humana, por su incuestionable honestidad y talento artístico, por los méritos que su sensibilidad y oficio literario auguraban a futuros libros suyos.
En estas virtudes coincidían todos, aunque fueran ideológicamente muy diversos entre sí. Pienso, en concreto, en siete escritores fallecidos en los últimos años: Rafael De León–Jones (1969–2001); Víctor Rodríguez Sagel (1949–2002), Herasto Reyes (1952–2005), Manuel Salvador Álvarez (1935-2006), Mireya Hernández (1942–2007), Cáncer Ortega Santizo (1950–2007) y Juan Carlos Voloj Pereira (1942–2007).
Como siempre que muere un ser humano, pero muy particularmente cuando fallece un escritor, la salida de escena de cada uno de estos colegas me perturbó bastante en su momento, sobre todo porque coincidieron todas en ser desapariciones inesperadas y, además, sumamente prematuras. Fundamentalmente narradores –cuentistas los cinco primeros; poeta, dramaturga y novelista la sexta (Mireya Hernández, periodista de profesión, la más versátil); y novelista el séptimo–, vale la pena señalar que el que murió más joven y el único que publicó un solo libro fue Rafael De León–Jones: Catálogo de claroscuros (2000), impresionante despliegue de historias ásperas y a rato desgarradoras, en las que el poder del sinsentido y de lo grotesco cotidiano alcanzan rango artístico (para mi gran satisfacción, Rafael se forjó como cuentista en uno de mis talleres literarios, además de que fui el editor de su único libro). No me cabe la menor duda de que este autor sería hoy un gran cuentista.
Las obras de estos autores panameños prematuramente apartados de la vida, pueden leerse, sobre todo, acudiendo a las facilidades que ofrece la Biblioteca Nacional Ernesto J. Castillero R. Por desgracia, solo una que otra novela de Voloj Pereira, y Encuentros fugaces, el casi póstumo segundo libro de cuentos de Ortega Santizo (publicado pocos meses antes de su muerte en el año 2007), pueden conseguirse todavía en alguna librería local.
Se trata de escritores cuyas obras habría que recuperar. En todo caso, afirmo que en los libros de estos escritores, de diversas maneras, se ausculta a fondo una amplia gama de manifestaciones de la condición humana.
Son obras de una gran dignidad estética que, en vida de sus autores, lamentablemente no fueron valoradas en su justa medida. En algunos casos, apenas si fueron conocidas fuera del círculo familiar y de las amistades.
Cada uno de estos escritores merece ser rescatado del olvido, estudiado, divulgado. Es labor de críticos, investigadores e historiadores literarios, y eventualmente también de lectores sensibles.
En realidad, son muchas las obras literarias de excelente calidad que durante el siglo XX y los siete años que van del XXI han escrito autores panameños que casi nadie en nuestro país ha leído debido a la tradicional indolencia intelectual de nuestra idiosincrasia. Ojalá que esto empiece a cambiar.
