Más me arrimo

Aun sin conocer el refrán de “Mientras más primo, más me arrimo”, apliqué siempre su sabia providencia. Me encantaban –me encantan– todas mis primas: monas, morenas o pelirrojas y pecosas.

Tengo centenares de ellas de todas las edades, y eso que en mi familia tres hermanos se casaron con tres hermanas, con lo cual perdí la posibilidad de muchas primas más. Así y todo, mi infancia y mi juventud transcurrieron felizmente acompañadas por varias primas de mi generación. De ellas me gustaban sobre todo tres, y de las tres había una que era a la que más me arrimaba. Voy a llamarla Lucrecia.

Entre los 4 y los 10 años, Lucrecia fue mi cómplice, alter-ego y confidente. Con ella descubrimos lo que descubren juntos los primos. No necesito explicarlo aquí, porque, salvo los hijos únicos de hijos únicos, todos los lectores son o han sido primos o primas, y saben a qué me refiero. No eran descubrimientos libidinosos sino científicos, aunque en el fondo de ellos latía un pequeño espeluzno de gozo.

Ahora se consiguen libros y videos que ilustran a los niños acerca de los hechos de la vida y el sexo. En mi tiempo no había libros de esos y no había nacido el video. A veces creo que ni siquiera existía el sexo.

De modo que Dios, en su sabiduría, había inventado a las primas y los primos con propósitos netamente educativos. Extraordinarios inventos, porque éramos multimedia y audiovisuales. Preguntábamos, señalábamos, explorábamos, mostrábamos.

Sobra advertir que los descubrimientos ocurrían con la mayor inocencia, impelidos por la santa curiosidad y el afán de comparar, medir y sopesar que es innato al ser humano.

(Aquí podría extenderme un poco más en alabanza de la epistemología o doctrina de los fundamentos y métodos del conocimiento, pero me temo que los lectores están ansiosos de saber qué pasó con mi prima Lucrecia. Eso también es epistemología, de modo que continúo).

Pronto empecé a pensar que, cuando fuera grande, me gustaría casarme con Lucrecia. Entonces yo creía que la gente se casaba para jugar Scrabble, y no se me ocurría que la reproducción ocupaba lugar importante en el matrimonio.

Mejor dicho, yo no pensaba reproducirme con mi prima Lucrecia. Pero me parecía chévere arrimarme a ella toda la semana, y no solo los domingos en casa de mi abuela.

Tenía 10 años cuando comenté a mis padres que pensaba casarme con Lucrecia. Se miraron con pánico. Quizás imaginaron que nos gustaba mucho jugar porque jugábamos a lo que no debíamos jugar.

–Imposible, dijo papá. Cuando los primos se casan, les salen los hijos con cola de marrano y orejas de burro. Además, se necesita dispensa del Papa.

Fue un golpe terrible. La visión de una familia donde a los niños les brotaba un descorchador del rabo y orejas peludas de la cabeza me pareció infernal. No volví a arrimarme a Lucrecia y, para cubrir garantías, mis progenitores prefirieron no almorzar más los domingos donde mi abuela.

En los años siguientes la encontré poco, pero fue fácil darme cuenta de que se había vuelto una mujer espectacular. Luego me olvidé de ella. Llevo 40 años sin verla. Se casó con un francés y vive en Europa.

Hace poco leí que la Universidad de Washington, tras exhaustivos estudios, ha concluido que el matrimonio entre primos aumenta poco las estadísticas de hijos con problemas. La probabilidad de espina bífida en matrimonios normales es de 3% a 4 %, y en hijos de primos apenas de 5%. En cuanto a colas de marrano y orejas de burro, nada. Mentiras. A partir de esta investigación, varios estados proyectan modificar las leyes que limitan el matrimonio entre primos.

Así, pues, que los primos pueden volver a los arrimos. Tal vez aún consiga yo recuperar el tiempo perdido. Lucre, querida prima, si lees estas líneas, avísame dónde estás. Se descubrió que no hay peligro, repito, no hay peligro: aún hay muchas cosas que me gustaría mostrarte.


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