La exposición del suizo Thomas Hirschhorn en la Casa Encendida de Madrid vuelve a poner sobre la mesa la cuestión, a estas alturas ya tan redundante como imposible de resolver, de qué es el arte. La instalación de Hirschhorn, que de eso se trata, incluye maniquíes de escaparate desnudos y acribillados por centenares de tornillos a los que rodea una cinta como las que se ven en las películas de policías y ladrones marcando el escenario de un crimen. Las entrañas de las figuras, saliendo de sus vientres de plástico, aparecen junto a fotografías de mutilaciones reales. El conjunto compone una escena cuyo significado es difícil que se le escape a nadie.
Hirschhorn se ha vuelto el Pepito Grillo de la complacida opulencia helvética con unas muestras que buscan sacudir las conciencias de sus compatriotas aunque, de momento, es la suya la única que parece responder al reto de forma adecuada. El artista tuvo que irse de su país para montar en Francia su museo-testimonio porque en Suiza cada paso que daba se convertía en motivo de polémicas sociales y hasta políticas. De tal suerte, quien es considerado ya como uno de los iconos de las propuestas estéticas contemporáneas más interesantes conseguía dos cosas: centrar la atención de los aficionados a las iniciativas culturales en ese exilio suyo a la fuerza y atraer la curiosidad hacia su obra mediante lo que, a estas alturas, se está convirtiendo ya en un imposible: el dar una vuelta de tuerca más a la labor de épater le bourgeois (espantar o impresionar al burgués).
Caben pocas dudas acerca de que lo que hace Hirschhorn interesa. Pero, ¿es eso arte?
El propio instalador suizo se encarga de darnos una respuesta. En entrevista concedida con motivo de su exposición en Madrid, y al recordarle que compartirá el papel de artista ante la historia con creaciones como la de la calavera de platino cubierta de diamantes o los cadáveres de animales metidos en formol que tiene a bien mostrarnos a menudo Damian Hirst, Hirschhorn, que define su trabajo como “político”, sostiene que todo cabe hoy bajo la etiqueta de “arte”. Que hay sitio para todos. Pero semejante postura, aun siendo cómoda, resulta absurda. Por definición, el arte no puede ser todo. Quizá quepa decir que cualquier cosa es susceptible de ser convertida en arte, y Marcel Duchamp nos convenció ya hace muchas décadas de ello. Pero es necesario un añadido especial para que lo que suponía hasta entonces un simple bidet se convierta en una obra de arte. Si obviamos esa operación, si todo es tenido por arte, lo que es lo mismo que decir que nada queda fuera de la propuesta estética, entonces sobran los propios creadores.
La totalidad tiene esas cosas: incluye hasta la nada. Yasmina Reza dio en el clavo al hacernos reír con su obra de teatro en la que los personajes se enfrentan con un cuadro vacío, en blanco. Definir como arte el mundo entero es lo mismo que vaciarlo por completo de cualquier contenido estético. Pues bien; tal vez en esas estamos.