Roberto Brenes Pérez A fines de agosto del presente año, la revista The Economist publicó una encuesta realizada en toda América Latina que en forma inequívoca resalta la desilusión de los latinoamericanos por sus clases políticas y, con ello, un peligroso desencanto con la democracia. La encuesta en cuestión señala que, con honrosas excepciones, las clases políticas de toda América Latina han caído en el descrédito y la incompetencia. Aquí en Panamá, las encuestas de opinión ponen en claro un creciente desencanto y hasta un repudio por la clase política, al punto que las encuestas que miden percepciones de corrupción e incompetencia otorgan casi sin excepción el más alto puntaje a los políticos, los partidos y al poder legislativo.
Esta situación es triste y peligrosa. A pesar de la evidencia, las clases políticas, lejos de buscar maneras de renovarse y con ello re-ganar legitimidad y respeto, intentan tapar el sol con el dedo e insisten en atrincherarse, erigiendo más y más altas barreras de entrada a la oferta política, toda vez que mayores requisitos impiden el acceso de ciudadanos independientes al ruedo político. Esta creciente cartelización de la política es una clara violación al derecho individual fundamental de elegir y ser elegido. Pero peor aún, este oligopolio político roba a la sociedad la posibilidad de oxigenar y renovar su liderazgo político y social, talibanizando el poder, promoviendo las roscas o los cogollos partidistas, con serias consecuencias económicas y sociales para las naciones, que acaban pagándose muy caro.
Con el paradigma del bipartidismo y de las democracias fuertes, la ciudadanía les ha tolerado a las clases políticas la formación de un sistema electoral cerrado, impermeable y sectario, no muy distinto de un oligopolio económico cualquiera donde los requisitos de postulación equivalen a altas barreras arancelarias y cuyo fin es permitir que el pastel del mercado (en este caso electoral) se reparta entre los de adentro, dificultándole al pueblo el acceso a nuevos (y posiblemente mejores y más baratos) productos (en este caso candidatos).
El paralelismo no termina en las elecciones. Después de los resultados electorales, los partidos examinan cuidadosamente los eventos y posibles fugas, y proponen reforma electorales que perpetúan la inexpugnabilidad del sistema. Esta conducta un bipartidismo legislado y muy regulado no es diferente a lo que los economistas llaman colusión y fijación de precios. Como el sistema casi garantiza que no surjan contendores de la noche a la mañana, es común los pactos entre los partidos. Estos arreglos que, dependiendo del país, toman afiebrados títulos como Pacto Nacional, no tienen mayor propósito que programarse los turnos y los beneficios del poder.
Quizá no hay conciencia del costo del oligopolio electoral. Pero la suma de un poder legislativo modelado a imagen y semejanza de un cartel económico, más un poder ejecutivo con poder y autoridad casi sin límites, da como resultado un Estado omnipotente, un sistema jurídico raquítico, un sistema de balances y contrapesos débil y con una sociedad incapaz de promover oportunidades y de allí incapaz de generar desarrollo económico sostenido. No es entonces extraño que seamos los latinoamericanos, con nuestras democracias de papel, de los países más pobres del planeta; y que como regla sean aquellos países con verdaderas democracias y vocación por los derechos ciudadanos, los países más prósperos del mundo.
Lo peor de todo es que la cartelización no es buena ni para los políticos. Un sistema basado en la exclusión acaba cansando a la gente. El sistema tarde o temprano hace crisis en la forma ya conocida de un dictador militar o de un entorchado líder populista. En cualquier caso, la primera víctima del autoritarismo es precisamente el sistema de partidos; los primeros en ir al exilio o a la cárcel son los dirigentes políticos y los magistrados del tribunal electoral.
La historia reciente está repleta de ejemplos, buenos y malos. La actual crisis venezolana es la consecuencia de largos años de oligopolio político excluyente e inconsciente. La real tragedia de Venezuela no es Hugo Chávez; es la ausencia de liderazgo político verdadero capaz de vertebrar un consenso y un rumbo. Los viejos políticos venezolanos, desnudos de la protección legislativa que les concedía el cartel electorero, son un producto obsoleto y sin atractivo.
En Colombia, los acontecimientos electorales recientes muestran otra cosa. Hace dos años era impensable ver a Alvaro Uribe vencer el establishment liberal liderado por Horacio Serpa. Ciertamente muchos factores influyeron en la victoria electoral de Uribe, pero uno de los más importantes ha sido las pocas trabas legales que pone el sistema colombiano a candidatos independientes. En un país de 11 millones de electores, Uribe solo necesitaba 50 mil firmas para constituir su propio partido y legitimarse como candidato. (En Panamá, donde hay cerca de 1.3 millón de electores, se requieren cerca de 70 mil adherentes para poder aspirar a ser partido político).
Estamos en una importante encrucijada política. La Asamblea Legislativa tiene por delante un proyecto electoral que profundiza y agudiza el oligopolio político. Si hemos de aprender de la historia, debemos sin dilación promover una apertura del sistema electoral, fomentando un sistema abierto de postulaciones que permita, por ejemplo, a un residente de Boquete aspirar a la alcaldía de su pueblo sin mayores trabas ni condiciones; que reduzca sustancialmente los requisitos a los candidatos independientes. Con esto nuestra honorable Asamblea haría perdurar el ideal democrático, equipando a nuestro país con mayores posibilidades de escoger, y con ello mayores posibilidades de sobrevivir como nación democrática.
El autor es presidente de la Fundación Libertad
