Una molécula con un electrón desapareado es algo peligroso. Cargada de energía y en busca de su propia estabilidad, intentará robarle a otras moléculas esa partícula que le hace falta. Así, ella dejará de ser un radical libre, pero convertirá a la siguiente en otra desesperada molécula que también querrá recuperar lo que ha perdido. Un proceso de asalto en cadena que en situación descontrolada causa enfermedades.
A todas horas, y sin que seamos conscientes de ello, en nuestro cuerpo se libra una batalla campal entre los radicales libres (moléculas inestables que se derivan del oxígeno) y las sustancias que los neutralizan: los antioxidantes. Es un juego constante que en situaciones normales, es necesario. El sistema inmunológico, por ejemplo, utiliza los radicales libres para atacar a virus y bacterias; y también se producen radicales libres como resultado del metabolismo de los alimentos, la respiración y el esfuerzo físico.
Pero si los radicales libres se han ganado tan mala reputación, es porque existen elementos externos casi todos ellos relacionados con la vida moderna que aumentan su presencia de una forma descomunal, lo que hace imposible que las sustancias naturales encargadas de controlarlos se den abasto para realizar su tarea.
Robo en cadena Una molécula es un conjunto de átomos, iguales o diferentes, unidos mediante enlaces químicos. A su vez, cada uno de esos átomos está constituido por un núcleo de protones y neutrones y una corteza de electrones. Los electrones giran alrededor del núcleo atómico en un espacio conocido como orbital. Si en el orbital gira únicamente un electrón, se dice que ese electrón está desapareado.
Los radicales libres se forman cuando se pierde (oxidación) o se gana un electrón (reducción). Igualmente en el momento en que se deshace la unión química que une a dos átomos y cada uno de ellos se lleva un electrón del par que compartían.
Al perder una partícula, la primera reacción de la molécula será volver a su estado energético más estable, es decir, el que tenía antes de sufrir la pérdida. Inquieta y con una fuerte capacidad de reaccionar con otros átomos y moléculas, se dirigirá a su lugar favorito: la membrana celular, donde encuentra las moléculas de ácidos grasos a las que arranca el electrón que le hace falta. Y no contentos con el exterior de la célula, los radicales libres también atacan el ADN (ácido desoxirribonucleico), localizado en los cromosomas y depositario de la información genética que, entre otras funciones, permite a la célula duplicarse.
Con su membrana dañada, la célula inicia un proceso de mutación, que no solo es irreversible, sino que además origina una reacción autocatalítica: una vez que empieza, se mantiene a sí misma.
Si estas reacciones que provocan los radicales libres no se controlaran de alguna forma, los seres vivos moririamos muy pronto. Pero ello no ocurre gracias a los antioxidantes, sustancias que sueltan en la sangre los electrones que las moléculas inestables necesitan para recuperar su equilibrio. Los antioxidantes pueden ser endógenos (enzimas que el cuerpo produce) y exógenos (entran al organismo a través de los alimentos).
La exposición sostenida durante muchos años al humo del tabaco, la contaminación ambiental, pesticidas, herbicidas y el consumo de ciertas grasas produce un exceso de radicales libres que los antioxidantes naturales no pueden controlar. Este desajuste entre la velocidad de producción y destrucción de las moléculas tóxicas se conoce como estrés oxidativo y se acentúa con una dieta pobre en los alimentos que contengan estos defensores de las células.
Ya sea por el aumento de radicales libres o por la carencia de antioxidantes, la consecuencia del estrés oxidativo es la degeneración de los órganos por el simple hecho de que las células que forman los tejidos se ven obligadas a transformarse y envejecer. ¿El resultado? La mutación de las células producen tumores y cáncer, mientras que el colesterol oxidado es el responsable de enfermedades coronarias, accidentes cerebrovasculares, problemas obstructivos en los miembros inferiores y aneurismas arteriales.
Otras patologías en cuya generación podrían participar efectos de los radicales libres son las enfermedades degenerativas del sistema nervioso (Alzheimer, Parkinson y la enfermedad de Hodgkin).
Además, los radicales libres contribuyen al proceso de envejecimiento porque dañan las células de la piel, haciendo que esta pierda su elasticidad y se vea reseca y arrugada.
Si bien la prevención evitar la exposición a los factores contaminantes y consumir alimentos que contengan antioxidantes puede ser una alternativa para evitar el daño que produce el exceso de radicales libres rondando por nuestro organismo, la medicina moderna lo que busca es localizar más especies vegetales con las que fabricar medicamentos que detengan el robo en cadena que se produce cuando moléculas desesperadas salen a la búsqueda del electrón perdido.