DEBATE.

La ciencia como ideología

La ciencia ha de ser estudiada científicamente, es decir: sociológicamente. David Bloor.No recuerdo qué pedagogo dijo que la mejor definición posible es la que puede entender un niño. Me arriesgo a decir que ciencia es todo aquello que responda al qué, cómo, cuándo, dónde y por qué con respuestas que puedan probarse o refutarse. Las respuestas a esas preguntas son las teorías, leyes o hipótesis que fundamentan la observación, mientras que la verificación de las mismas depende del método utilizado para comprobarlas. Todo aquello que se admita como verdadero y no pueda probarse -o no se pueda refutar- no se considera parte de la ciencia experimental, es decir, la de los hechos tangibles y mensurables, sino del campo de las creencias, de las ideas, de los dogmas y forman parte de las ciencias o seudociencias llamadas metafísicas, pertenecientes al mundo especulativo -pero no menos real- de los conceptos abstractos a excepción de la lógica y las matemáticas que son ciencias llamadas formales por ser producto de la invención del hombre, ya que no existen en la realidad externa.

Con esta observación, demasiado simple, escueta y por demás llana, quiero destacar dos fenómenos con que los científicos y los médicos en particular, solemos enfrentarnos sin darnos cuenta de estar pisando tierra movediza. Se trata de confundir conocimiento científico con el método científico. Para los que ejercemos nuestra profesión en el campo de las ciencias biológicas, que además de ser tangible y mensurable penetra en el campo abstracto del hombre integral -el de la persona en su ambiente, con su cuerpo y su psique- como lo es la medicina, ciencia que cabalga en parte sobre el ordenado sistema lineal de causa y efecto y en parte en el azaroso sistema caótico de las probabilidades, basarse en solo uno de los dos sistemas hace caer al médico en un sesgo, tanto de la teoría del conocimiento científico como de la ciencia aplicada (tecnología).

Aunque el método es parte muy importante del conocimiento científico, al punto que algunos afirman que sin él no habría ciencia, éste no es la ciencia en sí, sino una herramienta para construirla. La cultura científica es un modo de procesar este conocimiento en la conducta propia del hombre de ciencia y con el mismo rigor metodológico que se aplica a las teorías o hipótesis investigadas. Criticar los métodos utilizados para determinar la presencia de un tóxico es absolutamente correcto, pero prejuzgar sobre las intenciones últimas del científico que lo lleva a cabo, o peor aún, invalidar o cuestionar o poner en duda un nuevo método por el sólo hecho de ser nuevo o experimental sin demostrar su inutilidad es no aplicar el mismo criterio sobre las motivaciones verdaderas que uno tiene hacia la persona cuestionada y si además se la descalifica bajo la razón caprichosa de una sospecha, se demuestra poco dominio ético en la cultura científica, pues se está utilizando un argumento propio de los credos ideológicos.

Y aquí viene el tema al que intento apuntar. Cuando la ciencia deja de ser un método para explicar la naturaleza de las cosas y se convierte en un sistema para interpretar al hombre o a la vida humana ¿acaso no la estamos convirtiendo en cientificismo, en otra ideología o en una nueva religión? Decía Henry Poincarè: "El hombre moderno recurre a la causa y al efecto, como el hombre primitivo recurría a los dioses: para poner orden en el Universo. No porque sea el sistema más confortable a la verdad, sino por ser el más conveniente".

A lo largo de la evolución psicológica del ser humano cada descubrimiento ha acicateado nuestro narcisismo intelectual, el del conocimiento, hasta llegar a otorgarnos, nosotros mismos, atributos divinos. Los genios en las distintas ramas de la ciencia han ido desplazando al Dios Uno y han pasado a ser algo así como los nuevos dioses griegos de un inmenso laboratorio olímpico, cuya voz, citada y recitada una y otra vez en los medios, adquiere valor canónico. Reducido a un ente llamado energía universal y representado con el símbolo matemático de infinito, o el alfa y omega, este dios de la ciencia tampoco admite competencia, porque todo aquello que esté más allá de su dominio habrá que soportarlo como hacemos hoy con los caprichos de la moda o lo hacíamos en la antigüedad con la loca premonición de la muerte en el vuelo de las aves agoreras.

Pero en este autoritarismo de la ciencia practicada como religión, o peor aún, en lugar de la religión, no caben los agnósticos. No comprender o no entender o no conocer, en este nuevo credo es causa de anatema. Un científico que se precie no puede dejar de conocer la ciencia y su método. Pero sí puede desconocer su instinto de lo sagrado (hierofanía) cuya existencia ha sido comprobada por los sociólogos en todas y cada una de las tribus, civilizaciones y culturas del orbe.

La demostración de este comportamiento, el del científico que aplica sentencias arbitrarias basadas en premoniciones instintivas hacia la conducta ajena, demuestra que uno no puede desprenderse fácilmente del mismo defecto humano que se señala en los demás. Se puede ser humano y vivir en el limbo científico, pero lo que no se puede, es vivir en el limbo científico y dejar de ser humano, a menos que uno haya nacido en Marte… o en Harvard.


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