Hay múltiples formas de escribir artículos de opinión. Se puede utilizar frases incisivas, crudas y antagónicas, buscando la reacción; se puede optar por recurrir al lenguaje filosófico, metafórico, poético y rebuscado, buscando la reflexión; se puede emplear una dialéctica sosegada, conciliadora y diplomática, buscando la mediación; o se puede emitir palabras sarcásticas, irónicas y con doble sentido, buscando la vacilación. Hay lectores para todo tipo de estilo, recordemos que para gustos, nada mejor que los colores. Hay escritores con tanta versatilidad literaria que pasan de un estilo a otro sin despeinarse o usan simultáneamente una híbrida semántica. A mi juicio, todos estos métodos son válidos y complementarios. El objetivo es propiciar el enriquecimiento de la discusión o la transformación gradual del pensamiento.
Un escritor de opinión es un personaje singular que, más allá de intentar colocar con elegancia una palabra tras otra, se ocupa de escudriñar la vida y sus pormenores sin reatos en la mente, con dedicación absoluta, prevalido de una cultura estudiada y un talento congénito.
El exorcismo digital de escribir requiere de un esfuerzo constante y descomunal, de una disciplina sin mácula. De ahí que los grandes escritores hayan sido escasos y que la mayoría de las obras publicadas tengan una vigencia efímera.
A la pregunta de cómo se escribe una columna de opinión se puede responder con una perogrullada: se escribe opinando, comentando cosas. Ahora bien, una verdadera opinión tiene que ver fundamentalmente con la libertad y con la idea que se tenga acerca de la ética. Hablo de una libertad regida por una conciencia decorosa y autocrítica, no para una libertad ilimitada ni para una voluntad condicionada por intereses personales o de grupos de poder.
En cualquier lugar del mundo, por los fanatismos que asechan, la libertad del columnista está obligada a ser prudente. No para decir su verdad, sino para enseñarle a sus lectores que la pretensión de poseer toda la verdad es, de hecho, una circunstancia deplorable y de alcances peligrosos. Pero la prudencia del columnista no es sinónimo de cobardía. Si para escribir se utiliza el método analítico, armado de escepticismo y libre de sesgos, se pueden obtener altos grados de objetividad, antesala necesaria para que la prosa periodística, siendo cauta, pueda llegar a ser civilizadora.
A la civilización se llega poco a poco, superando penurias materiales, pero también comprendiendo el sentido de la tolerancia frente a las razones contrarias, aceptando que somos falibles y que de algún modo necesitamos la opinión discrepante.
Cuando se elige un tema es porque existen unos hechos, porque hay unos antecedentes y porque está de por medio algo que le concierne al ser humano en su dimensión social. Estos factores pueden producir una opinión razonable, más o menos objetiva. Por tanto, el columnista debe hacer, sin sujeción a preconceptos, un esfuerzo por decir cosas que se puedan considerar lúcidas y coherentes, aunque ellas a su vez sean eminentemente discutibles.
Es la única forma de que la contienda diaria que brota de la sección editorial de un periódico se plantee en términos intelectuales y se enriquezca con la disidencia. La opinión, como un capricho individual o como una certeza a priori, sin contenidos controvertidos, no pasa de ser un comentario estéril, vacío, sin mayor relevancia.
Una columna de prensa debe estar bien escrita. Si bien el formato de la información amerita un estilo directo y conciso, cuando se intenta fomentar el debate y el análisis la apelación a la buena escritura no puede considerarse secundaria. Cada tema tiene un ámbito lingüístico propio y diversos escalones de complejidad.
El lenguaje sencillo, ése que entiende todo el mundo, no le hace bien al lector con algún barrunto de ilustración. Pero la buena escritura no es, en ningún caso, el garabato incomprensible ni el tecnicismo innecesario. Es, simple y llanamente, la que llama las cosas por su nombre, la que elige la palabra más apropiada, de pronto la más bella, la más armónica, la más sonora, porque toda buena escritura es, en el fondo, también una música silente.
No es oficio del columnista proponer soluciones. Su función básica es desencadenar la duda, escudriñar la mentira, producir el insomnio social. Sócrates decía que el oficio de un hombre crítico es no dejar dormir a la ciudad, es montarse en un caballo que relincha toda la noche.
La gracia no es, entonces, descubrir que la hipocresía se asocia a la maldad, que el exhibicionismo es propio de la personalidad histérica ni que la mentira es el idioma del político. El arte está en adivinar lo que hay detrás de todo eso.
La opinión, como la entiendo, debe afincarse en el ejercicio de una libertad responsable y de una conciencia puesta al servicio de intereses colectivos. Para lograr una razonable objetividad es necesario despojarse de prejuicios y de sentimientos de secta. Hacerlo con argumentos y con una pizca de ingenio, sería la mejor contribución del columnista a la cultura, la convivencia y a la vida civilizada. El impacto, sin embargo, dependerá del tipo de lector. Si se pretende calar en la mente de políticos y ciudadanos iletrados basta con un escrito sobrio y contundente mientras que para impresionar a la sociedad más estudiada se debe recurrir a la opinión elaborada y reflexiva. ¡Oops!, disculpen mi desliz. También hay políticos cultos.
