EL MALCONTENTO.

La competencia al Gran Hermano

Las películas de ciencia ficción o las que nos dibujan mundos por llegar terminan siendo, en parte, algunas, realidad. No vivimos en el planeta de los simios –aunque a veces lo parezca–, ni podemos teletransportarnos –todavía, pero ya podemos hablar y ver a un conocido en un instrumento más pequeño que la palma de nuestra mano, hay robots capaces de tener orgasmos triples y llegamos a Marte en busca de bolsas de hielo en preparación de la fiesta nocturna de la humanidad.

Por eso hay que prestarles atención. Las que escapan de las naves espaciales y las batallas intergalácticas y nos sitúan en unos años venideros miedosos son las importantes para el tema a tratar. Son las denominadas como historias distópicas, es decir las que convierten la utopía en tormento y muestran el peor camino que pueden elegir nuestras sociedades.

La reciente Hijos de los hombres (The children of men), de Alfonso Cuarón y basada en una novela de P.D. James, era reveladora. Una sociedad sin descendencia es privada del derecho a trascender, el egoísmo es la única manera de encontrarle sentido a la vida y el estado policial es garantía de supervivencia colectiva. Yo salí de la película en estado traumático porque no me pareció ni ciencia ficción ni tan lejana. Era como el epílogo de este libro que escribimos cada día. Una mala pesadilla de la que es posible no despertar.

Tampoco será menos Blindness, de Fernando Meirelles. Aunque todavía no la hemos visto por estos lares, se basa en Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago, y juega con el hipotético caso de un mundo en el que todos nos quedemos ciegos y en el que permanecer con el sentido de la vista, en lugar de bendición sería una desgracia.

En la historia del buen cine también figura Fahrenheit 451, película de Truffaut basada en la novela de Bradbury, y que nos sitúa en un mundo en el que el gobierno se encarga de quemar los libros porque leer crea diferencias y, además, nos hace infelices ya que genera angustia –cosa cierta y sana, por lo que no parece razonable la idiotez de prenderle fuego a cuanto papel escrito con inteligencia caiga en nuestras manos–.

Pero, sin duda, la película que más ha marcado esta tendencia de imaginar un futuro sombrío del que luego se va copiando la realidad es 1984, basada en la novela homónima de George Orwell y dirigida en su última versión por Michael Radford. No es que yo quiera levantar aquí todo el catálogo de novelas y películas distópicas, sino que es la única referencia que se me ocurre para describir el filo de la navaja en el que nos estamos moviendo.

La semana pasada el Senado de Estados Unidos aprobó la Ley de Escuchas Telefónicas y, en ese justo momento, provocó un escalofrío al Gran Hermano, el líder omnipotente de 1984 que ve todo, que adapta la realidad a su discurso y que mantiene a la población siempre al límite del miedo para dominarla con facilidad. El Gran Hermano tiene competencia ahora. Un país que ha decidido arrollar todos los derechos civiles conquistados en décadas y décadas de luchas sociales y políticas con la excusa del miedo al terrorismo –ese enemigo tan real como volátil provocado por los mismos que dicen combatirlo–.

El rumbo planetario se parece demasiado al de 1984 –y sé que no soy nada original con este planteamiento–. Al igual que el Ministerio de la Paz inventado por Orwell, los países se preocupan de que siempre haya guerra o conflicto, porque esa amenaza real mantiene cohesionados a los pueblos alrededor de la “patria”; como en el caso del Ministerio de la Abundancia, el G–8 no hace nada para combatir la crisis alimentaria mundial porque para el buen manipular de la población ésta debe estar al límite de la subsistencia; al igual que el Ministerio de la Verdad, los grandes conglomerados mediáticos y los publicistas del poder fabrican las mentiras necesarias que de tanto ser repetidas se aceptan sin rechistar, y, como si del Ministerio del Amor se tratara, barcos secretos y guantánamos en diversas latitudes sirven para torturar sin ley ni control.

Y lo peor: nuestros gobiernitos latinoamericanos, al peor estilo bananero, imitan las formas del hermano del norte y quieren controlar a su manera –es decir, más tropical– con leyes de seguridad o de migración de dudoso calado democrático: aplaudimos al régimen de vocación totalitaria de Uribe mientras insultamos al régimen de vocación totalitaria de Chávez; pedimos millones de dólares a los gringos para “seguridad” y cerramos los ojos ante los narcos que dejan buenas comisiones en el camino; pinchamos teléfonos sin autorización judicial, hacemos informes confidenciales de cuánto cristiano que abra la boca para cuestionar lo establecido…

En fin, solo queda evitar la Habitación 101 y abandonar la estúpida costumbre de hablar por teléfono de mandar correos electrónicos. Para escapar del Gran Hermano hay que quemar los puentes con el mundo exterior. Ciao.

[En Guatemala se soñó que de la pesadilla se puede despertar…. Quizá nunca se permitió dormir en calma. De allá, C. rescata a Ana María Rodas. “Me basta con mi pena. / Ella me ayuda a vivir estos amaneceres blancos / estas noches desiertas / esta cuenta incesante de las pérdidas”].


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