Hay días grises, tristones, que lo sumergen a uno en la melancolía, en un ánimo tendiente a la tristeza e incluso a la depresión; y otros en cambio que, por luminosos, nos encienden el alma de energía, de ganas de vivir y hacer cosas diferentes, asumir retos, acaso porque –genética y culturalmente predispuestos– por naturaleza somos altamente permeables a los altibajos del ambiente. Tal vez, por un curioso fenómeno de ósmosis que se da entre el clima externo y los sentimientos más íntimos, adoptamos, inadvertidamente o queriéndolo, actitudes paralelas, afines.
Sin duda, es un fenómeno similar a lo que ocurre con la música: según sea la melodía, el despliegue sensorial de sus tonalidades, la disposición mental o emocional y la agudeza auditiva, su influjo innegable en los estados de alma puede llegar a ser extremadamente marcado, al grado de determinar estados anímicos específicos y rasgos importantes de comportamiento inmediato en las personas particularmente sensibles. Curiosamente, ocurre al revés cuando el compositor, “inspirado”, logra externar de forma espontánea, a menudo inesperada, melodías que le van naciendo por dentro influidas por sentimientos arraigados y hondas emociones que en un momento dado inevitablemente lo inducen a crear.
¿Y qué ocurre cuando, por azar o de manera inducida, acaso experimental, convergen clima externo, cierto tipo de melodía que se está escuchando y determinado estado de ánimo que para bien o para mal de antemano nos impregna? Obviamente, si por partida triple hay similitud entre el tipo de estímulos externos y los de orden interior, como en el primer caso –clima y estado de ánimo–, se dará una suerte de sinestesia; un grado significativo de fusión; una cierta respuesta emotiva e incluso fisiológica a tono con la naturaleza profunda de los detonadores.
Con el amor ocurre en cierta medida algo similar. Primero suele haber rasgos exteriores que nos resultan gratos, atractivos, y poco a poco podrá haberlos de comportamiento –a veces gestos y actitudes, formas de habla, sonrisas, maneras de interactuar– que nos hacen ir enamorando de alguien. Y puede suceder por afinidad o, por el contrario, por radical contraste con la manera de ser propia.
El hecho es que lo que está fuera de nosotros, esa inicial chispa mágica sobre la que no tenemos el menor control –en este caso la otra persona como un todo, sus atributos físicos por ejemplo– nos afecta el ánimo, nos cautiva, con el tiempo puede llegar a fascinarnos, sobre todo al juntarse con atractivos más profundos, de personalidad, que nos causan placer emocional y, por extensión, tanto físico como espiritual. Es a lo que solemos denominar, en su primera etapa: enamoramiento, que puede o no resultar duradero.
El amor, cuando nace –exactamente cómo y por qué ocurre es un misterio–, viene después, poco a poco, según sea la convivencia de mentes, emociones y cuerpos en el tiempo y el espacio reales, y según la forma en que nos afecte la calidad de la relación. Un permanente dar y recibir lo caracteriza, forjando sus márgenes y sus epicentros, su capacidad de ser naturalmente en el otro.
Pero, sin duda, lo que de antemano somos por dentro, en buena medida resultado de nuestra configuración genética, educación y tradición cultural, debe poder acoplarse a lo que es la otra persona; sin egoísmos de ningún tipo, serle afín. Y solo cuando ocurra una verdadera simbiosis entre ambos podría haber genuino amor. Esto, independientemente de que el amor auténtico no solo transforme a uno o ambos miembros de la pareja creando sentimientos positivos (o negativos), tal vez, antes inexistentes (altruismo, solidaridad; egoísmo, celos), sino que cuando es profundo, sentido hasta el tuétano del ser, ese amor es capaz también de obrar lentamente una hermosa, honda transfiguración; o bien hacer de alguien patológicamente trastocado, un monstruo.
