Una vocación es una pasión de amor; una tarea moral que procede del corazón y cabeza de cada persona que la siente como suya.
Por eso el insigne doctor Gregorio Marañón la define como: “una emoción primordial del deber, con detrimento de los posibles derechos …. la vocación es una cuestión de fe y no de técnica “. Don Gregorio la clasifica en dos tipos: “vocaciones de amor”, esas que obedecen a un llamado que no se puede acallar, que ofrecen un servicio desinteresado, normalmente sin goce material (por ejemplo, la religiosa, la del maestro, artista o poeta, etc.,) y “vocaciones de querer”, que son alentadas por un mayor o menor espíritu de servicio, con miras a incentivos materiales, prestigio social, poder, etc., que incluye todas las demás profesiones, incluyendo la médica y demás carreras sanitarias. En todas existen los parámetros reglamentarios propios a dichas ocupaciones, sujetos a las normas legales y vigentes dictadas en las disposiciones de cada profesión.
Pero también existe esa otra línea moral y ética que marca la distancia entre esas normas teóricas y la propia personalidad de cada individuo. Estos otros criterios y deberes, concretos y personales, son la instancia más profunda de la vocación de cada persona, más exhortativa y parenética que obligatoria.
Este criterio moral lo construye el individuo basado en las virtudes que su naturaleza libre y razonable considera dignas de lo que es o quiere ser. Al ser su conducta personal, ejercida naturalmente, como hábito de hacer el bien, sin exhibirla u ostentarla tal trofeo de rectitud moral o religiosa, porque es vivida por instinto y practicada sin darse cuenta, cabe la pregunta, ¿de dónde proviene este comportamiento?
Para los creyentes, la religión es la fuente primaria de la moralidad, que la convierte en una moral heterónoma por ser un listado de deberes y mandamientos socio-religiosos, sin espacio para un criterio propio y autónomo. Siendo así, los códigos de ética socio-religiosos se convierten en discursos normativos e imperativos, valores absolutos y trascendentes, por ser dictados por una supuesta e inmutable moral divina.
Para los que creen en una autonomía moral y ética personal, fruto de la liberalidad y magnanimidad de cada persona, el origen de esos criterios y deberes, o sea, su conciencia vocacional (la ventana a su alma, en términos poéticos) lo encontramos en el misterio y contradicciones de su personalidad, por ser un largo proceso, una andadura personalísima en el camino de su vida.
Nada demuestra mejor la falta de esa conciencia vocacional que la conducta de nuestros diputados, con su “vocación de querer” y su “ética reglamentaria”. No es necesario citar ejemplos específicos; su comportamiento mediocre colectivo nos lo confirma a diario.
Pero como consuelo tenemos a nuestros médicos y personal sanitario, cuyos méritos también hablan por sí solos, al contar con esa heroicidad espontánea como una segunda naturaleza en tiempos de crisis. ¿Qué los diferencia? La pasión de amor, de la cual nadie está obligado, virtud excepcional para personas excepcionales que los vuelven admirables solamente por su conducta.
El autor es ciudadano
