El progreso económico de cualquier país requiere el aumento de la productividad de sus empresas y un estímulo a la creatividad de sus empresarios. Productividad y creatividad son condiciones complementarias en la creación del motor que mueve la economía: el dinero. Un sistema de libre empresa –el mal llamado y peor entendido “capitalismo”– exige que el Estado reconozca su responsabilidad primordial de crear infraestructuras, fomentar la productividad y estimular la creatividad.
El desastre económico que afecta al mundo de hoy tiene una palabra definitoria clave: permisividad. Y esta ha adulterado la importancia de la productividad y la creatividad, abriéndole paso a la especulación desenfrenada que provocó la crisis. No es cierto que los medios financieros y económicos carezcan de normas que garanticen su buena conducta y protejan tanto al inversionista honrado como al consumidor sino que se han estimulado los excesos con medidas elaboradas con el pretexto populista de favorecer a quienes tienen menos recursos.
Estas medidas que desbocaron estímulo del crédito, tanto a nivel público como privado, propició la quiebra del sistema, previsible desde hace por lo menos 11 años. Se estimuló el “crecimiento” impulsado por la especulación y el derroche, que despreciaba la utilidad del ahorro y las inversiones en empresas productivas. Tal especulación y derroche no se limitó a grandes consorcios, a inversionistas multimillonarios o a excesivos gastos presupuestarios sino que contagió hasta los estratos menos privilegiados de la sociedad con una oleada de consumismo, hipotecas sin respaldo y créditos fáciles. La administración pública no ejerció su responsabilidad de defender al consumidor de estafas, maquinaciones financieras ni esquemas piramidales. Fue negligente ante la oleada de especulación basada en expectativas falsas. Socavó irresponsablemente el valor del dinero con derroches presupuestarios, basados en créditos que difícilmente podrán pagarse sin una abrumadora devaluación del poder adquisitivo.
La reacción tardía y desesperada de repartir en Estados Unidos más de un millón de millones de dólares (más de un trillón en inglés) adolece del mismo síndrome de derroche que provocó esta crisis y que apunta ahora a la creación de otra expansión artificial y una crisis posterior aún más catastrófica.
No se trata del fracaso de la libre empresa sino, todo lo contrario, de la corrupción empresarial y la excesiva intervención gubernamental que distorsiona las realidades económicas y financieras. No solo los bancos siguen derrochando con bonificaciones multimillonarias a los ejecutivos que los llevaron a la ruina sino que esta ayuda a empresas y consorcios que han fracasado por mala administración y manejos turbios se equipara a la realidad fracasada de los sistemas económicos centralizados que mantienen empresas públicas insolventes con el pretexto de defender el patrimonio del pueblo. Se intenta emular veladamente en el mal llamado mundo “capitalista” la intervención estatal en los medios de producción y servicios propia de los desastrosos gobernantes del mundo “comunista”.
Las medidas adicionales que ahora se proponen mediante créditos impositivos y la “creación de empleos” apuntan a un mayor desequilibrio presupuestario y ulterior erosión del valor monetario y del poder adquisitivo. Esta “creación de empleos” suele basarse en obras públicas que no cuentan con recursos disponibles sino que se hacen mediante un mayor endeudamiento público. Pueden tener validez a corto plazo para frenar la crisis, pero sus efectos posteriores son nocivos si no van acompañadas por un esfuerzo resuelto para aumentar la productividad y la resultante competitividad y estimular las iniciativas empresariales viables y su indispensable base educativa y científica.
La educación y el desarrollo tecnológico y científico son los pilares de un futuro brillante. Estos deben ser los objetivos prioritarios de un plan de recuperación. Son fundamentales para el éxito de un resuelto respaldo financiero y de infraestructura a la iniciativa empresarial, dando preferencia a las pequeñas y medianas empresas nacientes dentro de los sectores que gocen de ventajas competitivas para su éxito y permanencia. Imagínese el lector lo que sería poner a disposición de estudiantes y de empresas nacientes y prometedoras un millón de millones de dólares. Se fomentaría exponencialmente una auténtica y efervescente “creación de empleos”. La creatividad y productividad de cualquier país se multiplicaría milagrosamente en una espiral de progreso y bienestar. ¿No es obvio acaso que la función del Estado es estimular la honestidad, creatividad y productividad empresarial y no la de compensar a los fracasados por sus errores ni a los incautos por sus excesos?
