FALTA DE VALOR Y VOLUNTAD POLÍTICA.

La crisis del transporte urbano

Dos son, en mi concepto, los problemas básicos que supone el transporte en la ciudad de Panamá. El primero tiene que ver con la crisis que presenta el transporte público para los usuarios del mismo, en su inmensa mayoría trabajadores de bajos recursos. El segundo de ellos se concreta en el grave congestionamiento de vehículos de locomoción y los consiguientes atascos e inhalación de gases tóxicos que sufren conductores, pasajeros, peatones y vecinos en general.

En cuanto al primero de los problemas enunciados, esto es, el de la crisis del transporte público en la ciudad de Panamá, debe decirse que este problema lo evidencian los elementos que siguen: la insuficiencia de medios de transporte; el manifiesto deterioro de los pocos medios disponibles; la ostensible temeridad con que se presta el servicio; la inexplicable tolerancia de las autoridades para con los transportistas y conductores; y, finalmente, la falta de valor y voluntad política de los distintos gobernantes para poner término al grave problema social que supone un servicio de transporte público como el descrito.

La realidad mencionada es la que explica la necesidad que confrontan los trabajadores de pararse a las cuatro de la mañana para ver si llegan a tiempo a sus trabajos y la que explica las largas filas que se presentan en las piqueras para hacinarse en un bus y regresar cansados a sus casas, cuando muy temprano, tres horas después de haber salido de sus trabajos.

Con todo, en el estudio de un problema no es suficiente presentar los elementos que lo definen o caracterizan, ni tampoco indicar sus naturales consecuencias. El rigor impone las necesidad de intentar ubicar las raíces del problema mismo. En nuestro concepto, el problema del transporte público urbano en la ciudad de Panamá encuentra sus raíces en la dictadura militar que el país vivió por veintiún años.

Antes, el servicio de transporte público se prestaba por empresas privadas, cuyos conductores estaban amparados por el Código de Trabajo y la seguridad social y vestían con gorros y uniformes. Terminada la dictadura, el problema del transporte público continuó con la complicidad de todos los presidentes, no obstante haber surgido éstos legítimamente de las urnas.

La política populista imperante en la época, a título de poner el transporte público en manos de líderes sindicales, surtió el efecto de convertir a éstos en empresarios, a sus choferes en virtuales siervos de ellos y a los usuarios en víctimas.

En las narices de todos los gobiernos y autoridades, los transportistas enmascararon una relación típicamente laboral como una relación mercantil, a efecto de hurtar al Seguro Social las correspondientes cuotas obrero-patronales.

A la sombra de este paraguas, los transportistas obligaron a los choferes a trabajar mucho más de las 8 horas diarias de que hablan la Constitución y el Código de Trabajo, crearon la necesidad de competir brutal y visceralmente entre ellos y expusieron y continúan exponiendo la vida, seguridad y confortabilidad no solo de los usuarios, sino de los peatones y familias cuyas residencias con frecuencia son embestidas por los buses que conducen. .

El atropello a los derechos laborales de los choferes y la falta de pago de las cuotas obrero-patronales a la Caja de Seguro Social bien puede constituirse, en el momento menos esperado, en una fuente de responsabilidades civiles y aun penales para transportistas. Obsérvese que en el caso del dietilene glycol, importado por la Caja de Seguro Social en el año 2003, tampoco se sospechaban responsabilidades civiles y penales y hoy día estas responsabilidades están a la orden del día.

Evidentemente, el sistema de transporte público, caracterizado por los elementos que preceden, es reconocidamente insostenible, tal como lo han manifestado las propias autoridades gubernamentales, los usuarios, la opinión pública y hasta los propios transportistas.

Por lo que hace, ahora, a las líneas generales para viabilizar una fórmula que funcione en materia de transporte público urbano, con calles y avenidas como las existentes, debe considerarse, de una parte, un sistema de transporte público rápido y masivo orientado desde las grandes poblaciones periféricas de la ciudad de Panamá hacia terminales ubicadas en la periferia inmediata a la misma.

Todos los empleados que trabajen para el servicio de transporte público deben estar sujetos al Código de Trabajo y a la consiguiente seguridad social, trabajar el máximo de horas diarias que prescribe el Código de Trabajo y ganar un salario fijo, a efecto de evitar la necesidad de competir entre ellos.

Así fue antes de la dictadura. Abrirle paso a un transporte ligero y masivo desde las barriadas ubicadas en las afueras de la ciudad hasta la Plaza 5 de Mayo, además de ser un disparate es afortunadamente innecesario. Cualquier medio de transporte masivo y ligero debe llegar a terminales ubicadas en la periferia inmediata a la ciudad de Panamá.

A partir de estas terminales, saldrían hacia el interior de la ciudad de Panamá vehículos de transporte público que se acomoden, en tamaño y velocidad, a la capacidad real de las calles y avenidas existentes.

Ensanchar nuestras calles y avenidas, además de encarecer la solución y de afear en muchos casos la identidad urbanística e histórica de la ciudad capital, niega el principio físico según el cual es la alfombra la que toma la forma del piso y no el piso el que toma la forma de la alfombra. En otras palabras, son los buses lo que deben adaptarse, en tamaño y velocidad, a las calles y avenidas existentes y, obviamente, no a la inversa.

Naturalmente, no se pretende negar, en términos absolutos, la posibilidad de ensanches en determinadas calles y avenidas, especialmente donde se previeron los espacios para tal propósito. Pero tales ensanches no pueden cumplirse, por ejemplo, a expensas de aceras de por sí ya angostas y de bulevares indispensables a peatones, comerciantes y vecinos del área.

Repetimos, todos los presidentes que hemos tenido en democracia han tolerado el grave problema social que en la ciudad de Panamá supone el problema del transporte público. Haga usted la diferencia, señor Presidente. La sociedad así lo espera. Que cese el pánico que parecen inspirar los transportistas cuando amenazan con paros y con salir a las calles. Los usuarios no solo están necesitando sino impacientes por ver qué gobernante tiene, finalmente, la responsabilidad y el valor de ponerle el cascabel al gato.

Como se dijo al inicio del presente artículo, el segundo de los dos problemas de transporte enunciados se expresa en el grave congestionamiento y consiguientes atascos e inhalación de gases tóxicos que supone la circulación tanto de vehículos privados, como de vehículos de uso público.

El segundo caso comprende vehículos particulares, bien sean estos de uso familiar, comercial o industrial, y vehículos de uso público, ya sean éstos de uso colectivo, como los buses, o selectivos, como los taxis. El problema así descrito, obedece a la manifiesta desproporción entre el número de vehículos que transitan a diario nuestras calles y avenidas y la capacidad física de éstas.

La alarmante desproporción entre el número de vehículos que circulan en la ciudad de Panamá y la capacidad de sus calles y avenidas coloca a la ciudad de Panamá entre las primeras del mundo con más vehículos de locomoción por metro cuadrado.

Este segundo problema lo conocemos todos porque está a la vista de propios y extraños y porque propios y extraños lo sufrimos a diario. Con todo y ser este problema sobradamente engorroso, su solución es, afortunadamente, barata. La solución, además de barata, no es siquiera novedosa.

Se trata de reducir la circulación de autos privados a la mitad, disponiendo, como en otras ciudades del mundo, que un día circulen únicamente los autos con placas que terminen en número impar y el siguiente los autos cuyas placas terminen en número par. Los sábados y domingos podrían salir todos los autos, independientemente del número de sus placas.

Esta medida, además de descongestionar el tránsito y de ahorrar el uso de gasolina y diésel, estimularía la solidaridad entre vecinos y amigos y representaría una reducción del monóxido de carbono en la atmósfera que tanta amenaza supone para la salud humana.


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