Lo leí no recuerdo dónde. Leí que la bondad es el grado más refinado que alcanza la inteligencia, pero me dije en un principio que la idea no tenía mucho sentido. Ser bueno es más propio de un corazón generoso que de un intelecto brillante, y si nos atenemos a la historia, la gente bondadosa suele terminar, como mucho, en los altares, mientras que los listos se alzan con los premios o con el poder. Y no es el poder, precisamente, una fuente de virtudes.
Además, la bondad no es sofisticada, y con suerte viene a ser un mérito de segunda clase. En este mundo de metas y expectativas, ser bueno no es un sueño ni una aspiración. Ni son un modelo los niños obedientes que compartieron con nosotros maestra y recreo, ni la muchacha buena como el pan a falta de encantos.
Tal vez, pensé, tan solo conozco de la bondad una mueca y la confundo con la incapacidad de matar moscas, con el silencio o con actos caritativos más o menos triviales. Total, los buenos de corazón no tienen que esforzarse para serlo. Les sale natural. Ni un mal pensamiento, ni una mala palabra, ni una sospecha, aunque quizás, a la hora de probar su bondad con un poco de arrojo, metan la cabeza bajo el ala.
Cada vez estaba más lejos de encontrar la conexión entre ser bueno y ser inteligente. Refinadamente inteligente. Entonces se me ocurrió revisar el concepto de inteligencia, no fuera a ser que en el calor de las batallas de la vida, se me hubiera extraviado.
Una persona lista es capaz de razonar, ver la luz donde los demás ven sombras, asimilar información o urdir estrategias, pero, y empecé a tirar del hilo, si alcanza estratos superiores, se conocerá a fondo, con sus virtudes y sus malamañas, por lo que sería una torpeza de su parte criticar en otro las debilidades propias. ¿Cómo no sentirse solidario con un género doliente e imperfecto al que se pertenece? Primer signo de bondad.
Por añadidura, cuando el talento se alimenta de información y se habitúa al análisis, se sube tres metros al menos en perspectiva, y desde esa altura es posible concebir a la humanidad como un todo, diverso y variopinto, pero parejo en el fondo, lo que borra de un solo plumazo cualquier sentimiento de discriminación, es decir, que el talento se libera del prejuicio y sus consecuentes aberraciones y atrocidades.
En el camino, tira que tira, me topé con el principio de causalidad. Ahí estaba, firme como una roca, para demostrar que la memoria es inútil si no nos permite entender el presente como una consecuencia del pasado y el futuro como un efecto del ahora. Pero pareciera que la conciencia histórica está reservada a las inteligencias superiores que recuerdan que torres altas cayeron, que los imperios son efímeros, que la maldad, la violencia, la represión y el abuso acarrean desolación y retroceso y que, aun cuando la evolución cambia las cosas de aspecto y de lugar, los principios universales quedan en su esencia.
El pobre corazón, tan mudable y caprichoso, no quedaba bien parado, menos, ahora que sabemos que incluso nuestras emociones provienen de una amalgama de sustancias químicas que se divierten subiendo y bajando de nivel en nuestro organismo. El cuento aquel de que el cuerpo y el alma están siempre a la gresca en busca del fiel de la balanza, ha perdido verosimilitud.
La culpa del equívoco la tuvo Platón y su intento de justificar una dualidad humana que no era tal. Un carro alado. Un caballo díscolo y otro dócil que el auriga no logra poner de acuerdo. Cosas que pasan cuando se recurría a los mitos en vez de a la ciencia.
Va a ser que cuando esas sustancias químicas alcanzan un determinado grado de finura y refinamiento permiten al ser humano, cargado de razones, elegir el bien en un acto supremo de libertad. Simple. De eso se trata el asunto. De un continuo proceso de elección.