Alguien, en alguna parte, comentó que la papaya era buena para la memoria, y desde entonces no hay amigo europeo que no me pregunte por ella.
Recordemos que la papaya es tan extraña en Europa como lo es en América Latina desayunar con arenque.
El comentario se publicó a raíz de una de las visitas del anterior papa a España, hecho que tuvo lugar en 2003. Juan Pablo II se mostró mucho más vigoroso que hace un tiempo. Se fatigaba menos, lucía más erguido y su dicción era más clara. La gente se preguntaba qué milagro había obrado para que rejuveneciera así, y fue entonces cuando esa persona atribuyó la recuperación del Santo Padre a la papaya.
Supongo que cuando se informó sobre esta novedad en Cuba la noticia no hablaba de papaya sino de “fruta bomba”. Hay razones de peso que obligan a ello, pues papaya, en Cuba, es otra cosa. Sí: esa cosa.
Las propiedades curativas de la papaya no son algo nuevo. He leído que desde hace siglos se atribuye a esta fruta americana admirables efectos diuréticos y digestivos, así como una importante capacidad de producir y renovar energías. El componente secreto que provoca tan fantásticos resultados es la papaína, una enzima que descompone las proteínas. No sé cuál es la consecuencia química de esta descomposición, porque no soy amigo de la química sino de la papaya, pero el caso es que el médico francés Luc Mantaigner se encargó de suministrar al Sumo Pontífice zumo de papaya, y el efecto del zumo en el Sumo fue notable.
A a Juan Pablo II le suministraban la papaína reforzada con levadopa, medicamento tradicional que aligera el paso de los mensajes nerviosos por las neuronas, o algo semejante. Circunstancia que en el caso del difunto sucesor de San Pedro se tradujo en disminución de temblores faciales, desentumecimiento del cuello y articulación verbal más fácil.
Si la papaya es tan milagrosa, haríamos bien en cultivarla intensivamente, pues se trata de un alimento de origen americano que prospera en climas templados y calientes.
Leo en un libro sobre frutas tropicales algunos datos interesantes sobre la papaya. Hay 71 especies de esta fruta, y los más ricos lugares para su cultivo son los valles húmedos de Ecuador y Colombia.
También me entero de que existe una sola especie no americana, y es la llamada “ciclomorfa”, procedente del África.
A Colón se le atribuye el hallazgo de la papaya, pero como a él le adjudican casi todo descubrimiento –empezando por América–, no sabe uno si creerlo o no.
El asunto es que, aparte de tratarse de una fruta deliciosa, es también curativa. Y al decir esto agrego que la papaína solo se encuentra en las papayas verdes, con lo cual parece incompatible que lo sabroso de la papaya corra parejas con lo terapéutico, pues no hay nada más soso que una papaya biche.
Cojea mi memoria tratando de enumerar las propiedades médicas de esa papayuela bogotana que despierta en mis recuerdos sensoriales una nostalgia tan intensa como en García Márquez el olor de la guayaba; pero deben de ser parecidas a las de su hermana mayor. Con una diferencia, y es que la papayuela resulta esencialmente aromática. Una bandeja de papayuelas en un comedor o una alcoba aroma la habitación con un perfume que ningún menjurje de fabricación industrial es capaz de imitar.
Lamentablemente la papayuela adolece de una grave desventaja y es que solo puede comerse en dulce, condición que la hace menos alimenticia.
Creo haber leído que el Gobierno cubano ayuda a algunas sociedades de agricultores del extranjero a cultivar la variedad de papaya maradol, más nutritiva y deliciosa. Y, por supuesto, la denomina fruta bomba (¿ya lo dije?).
La idea es exportarla a los países donde empieza a hablarse de la fruta milagrosa. ¿Cuáles son esos países, además del Vaticano? No recuerdo. Y no lo recuerdo porque yo, como el Papa, también estoy necesitando papaína.
