Lo que para la década de 1970 parecía ser solo un problema de las ciudades de Panamá y Colón, en menos de un lustro se ha extendido a prósperas ciudades como: Chitré, Penonomé, Arraiján, La Chorrera, David y próximamente tendremos los levantamientos de poblaciones menos voluminosas, si no se encuentra una solución acorde con la urgencia sanitaria.
La basura desborda y crea un fétido aliento, que se desplaza desconociendo clases sociales, jerarquía, religión, actividad laboral o fueros especiales, golpea a dos manos y trae un resuello a epidemias, plagas y abofetea como en aquellos cuartos conocidos del poeta Herrera Sevillano.
Pareciera que hasta poder político tiene la cochinada, ya que pone y depone cuanto alcalde se atraviese en su camino, razón porque la mayoría la evita al máximo y decide ubicarla en manos de extranjeros.
Estos forasteros, en una rápida ecuación matemática y cubicación de la comentada materia, concluyen que para hacer efectiva la solución, hay que elevar las tasas de aseo y trasladar los costos al sufrido ciudadano que transita a pie. Este arqueo, tiene que garantizar que las remesas económicas sustraídas a los panameños, sean suficientes para vivir como verdaderos ricos en su terruño, sin mucha inversión.
Los sitios de depósito de la basura, conocido como basureros, se desbordan del producto recogido y un creciente grupo de pepenadores se disputan los restos y despojos con un número plural de aves de rapiña, en un frenesí, que lo que ni siquiera llega a interesar a las autoridades responsables de velar por la salud preventiva. Quizás para algunos funcionarios, lo que se debería de hacer es un estudio científico, para evaluar hasta dónde es capaz de resistir el cuerpo humano, creando anticuerpos y defensas, para combatir enfermedades aún desconocidas.
No es extraño ver pasar un camión de volquete, sin lonas ni cobertores, desplazándose por todas las arterias principales de la ciudad a media mañana, chorreando litros de un pestilente líquido, recién recogido de los cubículos de desechos de los hospitales, dejando una línea de división en el paño de la calle, que desvía a cuanto conductor y vehículo le siga. Las bolsas plásticas flotan en el ambiente y las que tienen la suerte de encontrar un sitio de contención, se enredan con las malezas de los lotes baldíos, que impiden apreciar el horizonte citadino y tejen un enredo que solo es comparable con el conocido peinado de Don King.
A un lado del millonario y próspero centro regional de reexportación en la ciudad de Colón, en un tiempo conocida como Aspinwall, los pequeños torrentes de aguas negras salen de las veredas, convergen en calles de renombrados próceres y forman ríos que arrastran cuantos envases plásticos de botellas de gaseosas y papeles existan. Moradores y visitantes, conocen que los niños colonenses aprenden a saltar las charcas con frecuencia, lo que los hace profesionales atletas, para no ser pringados por las infusiones desconocidas que pululan. Dichos torrentes empujan todo tipo de inmundicias hasta desembocar en la disputada (no diputada) ciénaga de Folk Rivers.
Latas de cervezas y sodas, colchones, papeles y cartones de todo tipo, hasta pancartas y vallas de candidatos son arrastradas por los ríos Mataznillo y Juan Díaz, cuando se desbordan, formando una nata en su parte superior, que se mezcla con los desechos que expulsan los desaguaderos de talleres y pequeñas industrias, creando una nube de burbujas que parece la emulsión que produce la caída del salto del Ángel.
Mientras que en las riveras del río Curundú, crecen por metros la hierba elefanta, con grandes posibilidades que sustituya al apreciado bambú oriental, como homenaje a los gringos que la trajeron, garantizando el refugio de las temidas bandas de mozalbetes.
Y como en nuestra sufrida patria, las imitaciones son parte del glamour, hemos trasladado la misma práctica a los ríos y arroyos que rodean a las poblaciones que se transforman en nacientes ciudades y lo que menos protegemos son los sitios de descanso y recreación que tuvieron nuestros antepasados; con el agravante, que unos inconsecuentes porcicultores le han adicionado un nuevo elemento como parte de la fórmula fresca, al verter los detritos de sus cerdos, en los afluentes y quebradas, como sus aportes al desarrollo y el futuro de la ecología local. Como que no nos hemos dado cuenta, que la población ha crecidos dos veces más de lo que hace cuatro décadas éramos y el poder, mas la avaricia ha desmedido al sector de la construcción que edifica moles lujosas y amasa fortuna a manos llenas, mientras las cloacas y desaguaderos de San Francisco no han sido remozadas, ni ampliado su diámetro; no nos sorprendamos que cualquier día de estos amanezcamos con la marea llena y el deslumbre de un géiser nauseabundo, que se produzca cerca del centro de convenciones Atlapa o de Paitilla y se convierta en el nuevo atractivo de la gran ciudad, ya que algo se ha atorado.
Ahora una moda reciente de inconsecuentes, es salir con su bolsa negra de desperdicios diarios en el maletero del auto y pasando por una barriada distante, en un rápido mirar a ambos lados, zas, dejarle a un lado de la calle, “para el que viene atrás que arree”. Como si llevando los locos de ciudad en ciudad, como hacían en el pasado en Venezuela, vamos a exorcizar el problema, que es un tema de salud y la salud un problema de Estado.
Hay que engrandecer la patria con el ejemplo y lanzar una campaña permanente de educación y corrección con castigos severos, que impida progresivamente que los manglares cercanos al vertedero de basura de Playa Leona, en La Chorrera, no tengan una nueva corteza de plástico y que en cada rincón del país desaparezcan los improvisados pataconcitos y la inconsecuente costumbre de los gamonales, de verter el caliche de las construcciones o los restos de un equino muerto a la orilla de la vía o en la propiedad ajena.