Nadie sabe qué diagnostico sanitario le depara la vida. Ahora que mi único legado ha sido la viudez, producto del cáncer, sé lo que es bregar por los senderos de la muerte y reconocer los gestos y olores que la predicen, aunque sea algo muy difícil de aceptar.
Recuerdo que antes, cuando se preguntaba ¿qué mal padecía tal o cual persona?, se respondía bajito “cáncer”, o se esquivaba la respuesta. Ahora se acepta, con resignación, porque más humillante es ser diagnosticado con otra enfermedad innombrable, según sea el parecer del afectado o de sus familiares.
Mi objetivo no es personalizar esta historia, pues son muchas las familias que han sufrido la pérdida de algún miembro a causa de la letalidad del cáncer. Una vez este nos toma con sus tenazas, nuestra existencia gravitará en el tiempo de vida que nos quede. Ni los elíxires, potajes, plantas milagrosas, suplementos, ruegos, oraciones ni las charlas de aquellos que se proclamaban vencedores, serán capaces de revertir el destino de este mal cuando ya se encuentra en estado avanzado.
Más tranquilo y alejado de todo sentimiento que enturbie mi objetivo de pensar, y en honor a la verdad, soy un interesado circunstancial en el tema. Hace poco me encontré con un reportaje de la BBC de Londres –que cito como referente informativo– en el que se trataba la enfermedad en estos términos: “Para dar una idea, hoy en día si se diagnostica a tiempo el cáncer de mama, entre el 70% y el 90% de las mujeres tiene probabilidad de sobrevivir. En la región, la enfermedad se diagnostica muy tarde, con lo que las probabilidades de sobrevivir bajan al 25%”. Así se expresó la doctora Felicia Knaul, de la Facultad de Medicina de Harvard, al referirse a la galopante mortalidad que se registra en América Latina.
Como quiera que hemos sido afectados directamente, creo que las campañas deben ser de detección temprana. Sin embargo, como destaca el estudio, más recursos se gastan en la atención y los cuidados paliativos de los pacientes.
Considero que, como país, debemos enfocarnos en desdecir lo que detalla el estudio, como otra conclusión: “Lo que más le llamó la atención es que cuando se trata de atención sanitaria, hay dos América Latina: una élite con acceso a los últimos avances en medicina, en este caso prevención, tratamiento y cuidados paliativos de cáncer; y la otra, en su gran mayoría, a la que solo se le presta asistencia en la fase terminal de la enfermedad”.
Este ingrediente de separación social profundiza el tema de la inequidad económica que se vive, particularmente, en Panamá. Aunque muchos dirán que el cáncer no discrimina, lo cierto es que quienes tengan más y mejores recursos monetarios, pueden tener mejor calidad de vida. Y ese gran mito de que en Panamá“no hay tal brecha entre ricos y pobres” queda totalmente desvirtuado, porque los medicamentos que se recetan cuestan “un ojo de la cara” y hay pacientes que no tienen ni para sufragar los gastos de manutención de su familia, mucho menos podrán con la exigente enfermedad. Paradójicamente, a ellos les sale más barato morirse.
Como activista accidental, considero que el Instituto Oncológico Nacional (ION) debería ser dotado de un presupuesto acorde con la pandemia sanitaria que se avecina. Ese triste edificio gris, color lápida, que se asemeja más al castillo de Grayskull que a un hospital, debe desaparecer para darle paso a estructuras modernas y dejar así de ser monumento patético, sobre todo en un país que se jacta de tener innovaciones inmobiliarias.
Es una realidad que el ION hace lo que puede con lo que tiene; por lo menos, tratemos de ponerle humanidad y calidad a la atención de aquellos para quienes el cáncer no representa solo un signo zodiacal.
