REFORMAS QUE NO ARREGLAN NADA.

El despropósito del Estado omnipotente

Las recientes iniciativas legislativas para reestructurar el Código Penal y endurecer las sanciones del reglamento de tránsito son concebidas alrededor de la idea de que el Estado debe tener más poder punitivo para que las cosas marchen bien. La realidad es que, como ha pasado antes, ese tipo de reformas no arregla nada, pero acaba concentrando más poder en el Estado en detrimento de los ciudadanos y de los propios políticos quienes, gansamente, lo promueven y abanican.

Hugo Chávez no es un accidente en la vida política de Venezuela. El actual presidente es el producto de un voto de desquite de la mayoría de los venezolanos de un sistema político que siempre se sintió omnipotente e invencible. Un Estado concentrador de la riqueza económica de la nación y totalmente alejado de la idea que las verdaderas democracias, como las que funcionan en los países más desarrollados del planeta, se construyen sobre un Estado limitado y promoviendo las libertades y derechos de los ciudadanos para que sean ellos, y no el gobierno, quienes lo ejerzan.

La característica fundamental del Estado omnipotente es la continua devaluación del valor de las leyes y de la ley. Como las que se hacen no funcionan -porque el modelo autoritario no funciona- se sigue legislando para reponer las primeras en espera de otros resultados. Como éstas tampoco funcionan, no solo se deteriora el concepto de ley, sino el respeto que se debe tener sobre ellas. Nadie lo ha expresado mejor que Federic Bastiat, quien expresó: "Cuando la ley y la moral se encuentran en contradicción, el ciudadano se haya en la cruel disyuntiva de perder la noción de lo moral o perder el respeto a la ley, dos desgracias tan grandes una como la otra". Perdido el respeto a la moral y a la ley solo queda el poder personal y la influencia; con ello el clientelismo y la corrupción.

El problema de esta visión autoritaria y omnipotente es que no funciona. Por algo los países con menos libertades económicas y políticas son usualmente los más pobres. A la vez, esta noción del Estado -que todo lo sabe y todo lo arregla- no puede hacer otra cosa que engendrar más y más autoritarismo: como el poder habido no arregló nada, hay que tener siempre más poder para "ahora sí" arreglar las cosas. De allí que la omnipotencia del Estado casi siempre acaba en un omnipotente mandamás que se escribe de inmediato una Constitución a su medida, no para que lo limite, sino para que le conceda los poderes omnímodos para engendrar "una nueva patria".

Curados de espanto de una dictadura reciente, aquí no estamos para anhelar un Estado omnipotente. Pero inadvertidamente o no parecemos empeñados en el fracasado paradigma de pretender, con reglamentos y con leyes totalmente alejadas de la realidad, empoderar al gobierno para arreglar cosas que solo pueden legítimamente resolver los ciudadanos. En ese proceso estamos poco a poco "venezuelizando" nuestra estructura democrática.

En una democracia moderna y funcional, quien le pone coto a los desmanes y abusos del transporte público o de un envenenamiento colectivo son las acciones individuales o de clase que pueden ejercer los ciudadanos directamente. Modelos autoritarios donde la deliberación y las sanciones la intentan entes administrativos que derivan su autoridad de los mismos que regulan, y por tanto sumidos hasta el cuello en toda clase de conflictos de interés y arreglos políticos, rara vez logran cambiar las cosas.

Tan así es que, luego de haber pasado varios meses desde el infausto incendio del autobús, los "diablos rojos" siguen tan campantes y lo único que se ha producido es un reglamento que más bien amenaza a los que no tienen vela en este entierro: los conductores particulares. Igual, poco pasará en el caso de los envenenamientos. Hasta ahora la acción del Estado solo ha logrado encerrar a un inocente. La justicia individual para resarcir moral y económicamente a las familias se diluye en alegatos y diligencias burocráticas.

Lo que resulta incomprensible de todo esto es que los diputados, en vez de reflexionar sobre lo inútil y peligroso que resulta la omnipotencia del Estado, la promueven y se blindan legalmente para ejercerla sin riesgos. Las normas del Código Penal que limitan las acciones judiciales contra legisladores y magistrados y las normas del Código Electoral que concentran las curules en los partidos más grandes, no solo son rupturas dolorosas con la concertación ciudadana, sino que juegan precisamente a acumular poder en la clase política, en detrimento de la sociedad y de ellos mismos.

La historia ha demostrado muchas veces que estas posturas de poder, opacidad y omisión de cuentas, amén de ineficaces, crean frustración y resentimiento en la ciudadanía que en algún momento buscará soluciones a la venezolana. Y... con ello el fin del sistema político como lo conocemos.


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