"Nuestros dioses deben estarlocos", me dije en aquel momento, recordando el título de una película que ha revoloteado en mis recuerdos desde hace casi 30 años. Había mirado hacia arriba, deseando echarle una mirada al cielo; un sol refulgente se había colado entre las nubes que minutos antes habían descargado sobre la ciudad un generoso chaparrón. En ese momento no era mucho lo que pedía: solamente disfrutar por unos segundos de la vista de un buen pedazo del celeste abovedado y lejano; quería refrescar los ojos, alejarlos de la vista que ofrecía la hilera de autos que tenía a los lados, atrás, adelante. Me sentía asfixiada, como sardina en lata. Pero hasta ese sencillo placer se me negaba. Entonces vino a mi memoria Xixo, un bosquimano auténtico (Ni Xau, en la vida real), personaje principal del filme Los dioses deben estar locos.
La tribu de los bosquimanos, gente de pequeña estatura, vive en el desierto de Kalahari, en Botswana, lugar donde se filmó la película. Xixo y su tribu, que vivían en armónicos grupos familiares no tenían sentido de la propiedad privada hasta que, para mal, cayó del cielo una botella vacía de Coca Cola, enviada por los dioses, pensaron los diminutos bosquimanos.
Tirado como basura desde una avioneta, el extraño objeto, de material desconocido para los aborígenes, pasa a ser codiciado por todos en la tribu y se convierte en motivo de discordia que rompe la paz en la que hasta entonces vivían; la botella les creó el deseo de poseer, una necesidad que desconocían. Para recuperar la paz de la aldea se le da a Xixo la misión de devolver a los dioses la condenada botella; las aventuras que vivió para cumplir la misión lo llevaron a protagonizar varias películas más. No he sabido si Xixo regresó a su tribu o si se incorporó a la llamada "civilización", que de civilizada poco le queda. El filme, de humor inteligente, sigue fresco y vigente; el paso de los años y las circunstancias me llevaron a interpretarlo bajo otro enfoque, muy apropiado para lo que está sucediendo en Panamá.
Aquel día, en aquel momento, resultó imposible encontrar un pedazo de cielo abierto. Tapado por amontonadas y altísimas torres de cemento y vidrio solo veía pedacitos de cielo entre edificio y edificio. Y pensé: "Nuestros dioses, como los dioses de Xixo, también se han vuelto locos". Hemos perdido la tranquilidad; las concreteras no descansan vaciando cemento en cuanto pedazo de tierra está disponible para construir. Ya casi no hay paisajes libres en la ciudad. Ni verdor. Los dioses malos nos mandaron unos señores a quienes no les importa dejarnos sin árboles, sin viento que corra libre, sin aceras, sin calles, sin acceso a las playas; cada pulgada de tierra aumenta de valor cada día a la par que pierden valor los habitantes del país. En el interior los municipios son agentes vendedores de bienes estatales. Nada está a salvo.
Los magnates de la construcción devoran cuanto encuentran a su paso, insaciables, con la vista siempre puesta en el cálculo mercantilista de la utilidad privada, nunca en la utilidad colectiva. Son responsables de que nos estemos convirtiendo en seres hostiles, resentidos por su poder omnipotente, poder que doblega leyes; que se sale con la suya en complicidad con funcionarios "aves de paso" quinquenales que se dicen a sí mismos "Si no lo hago yo, lo hace otro", cuando les ponen por delante el documento que necesita su firma para proceder a "concesiones" e irrisorias ventas de tierras, bosques, manglares, islas, costas, sitios históricos, casi todo.
Las quejas y las denuncias no impiden que nos despojen de la relativa tranquilidad en que vivíamos hace pocos años. El ministro Colamarco (cinta costera), de Obras Públicas, habla a "milla por minuto" con alma, corazón y vida para convencernos de que lo mejor que le puede pasar a esta ciudad es privilegiar a unos cuantos con valiosos terrenos para que al bajarse de sus yates y lanchas pongan pie en mitad de la ciudad. Como si no bastara que el hotel Tapamar (de Miramar, nada) sea un puñetazo al ojo, al mimado hotelero Bern le preocupa la "afectación" que sufrirá su Tapamar (permitido en el gobierno de Endara), lo que tiene el corazón de Colamarco a punto de derretirse ante la angustia de Bern.
¡Francamente! La afectación que debería preocupar a Colamarco y al gobierno Torrijos es la nuestra; estamos afectados por la falta de fe en el Gobierno y en la rectitud de algunos de sus funcionarios; nos afecta que grandes negocios privados se beneficien con los impuestos de todos los ciudadanos. Nos afecta que un juez, que de protección ambiental parece saber lo que yo sobre astronomía, sobresea a Rodolfo Espino, tío del presidente Torrijos, "basado en que en el expediente no se ha probado fehacientemente que haya un daño irreversible del ecosistema". Sepultar bajo toneladas de arena un valioso manglar (sin permiso, además), ¿no es delito ecológico? Sería un milagro que allí volviera a aparecer una ramita de mangle.
Los dioses de Xixo se volvieron locos. También los nuestros. Allá el daño lo causó una botella de Coca Cola. Acá, la ambición desmedida de los que nos quitan el derecho a vivir con algo de tranquilidad.