Los que recuerden la escena de la llegada de El Padrino a EU, en la inolvidable película de Francis Ford Coppola, tienen presente la imagen de un niño siciliano que, sin hablar una sola palabra de inglés, presenta sus papeles de inmigración a un funcionario poco diligente. Este pregunta su nombre:
-Vito Andolini, de Corleone.
El funcionario, poco interesado en estampar los datos genuinos en la tarjeta de residencia, mezcla lo uno con lo otro y escribe:
-Vito Corleone.
Desde ese día cambia el apellido del ficticio personaje, que más tarde iba a ser uno de los grandes capos de la mafia de Estados Unidos.
La escena es distinta en la novela de Mario Puzo, que sirve de base a la película. En ella, el niño adopta, por voluntad propia, el nombre de su pueblo a modo de apellido.
Coppola consideró más lógico que la mudanza de apellido fuera producto de un acto burocrático, y no de la actitud patriótica de un niño de 10 años, y convenció a Puzo, coautor del guión cinematográfico, de introducir el cambio.
Con ello reflejaba lo que ocurrió con miles de inmigrantes, a los cuales los funcionarios les alteraban el apellido de manera arbitraria para que se pareciera más a la fonética inglesa. Así, los Weissenburg se convertían en Weiss, los Pitchenick en Pike y los Abdullahat en Abdul. Otros modificaban el apellido por su propia iniciativa, bien para simplificarlo o para esconder su origen. La actriz italiana Anne Bancroft se llamó Ana María Luisa Italiano, y el fabricante de pianos Charles Steinway era Charles Stainweg en su Alemania natal.
Durante casi un siglo, el fenómeno de los nombres extranjeros en EU reflejó ese proceso: acomodar, modificar, disimular, esconder, anglicanizar… Como recordé en mi anterior columna, los Ramírez bautizaban a su hijo William y los Wong a su hija, Elizabeth.
Pero desde hace un tiempo, quienes arriban a EU insisten en conservar sus nombres, por complejos o extravagantes que parezcan, y ponen a sus hijos gracias de indiscutible arraigo propio.
Un periodista del New York Times examinó recientemente 500 formularios de inmigración, y descubrió que solo una docena de ellos proponía cambios de nombre para ajustarlos a los patrones anglófonos. Los demás mantenían a rajatabla el original y exigían que se escribiera con la ortografía exacta.
Hace unos años esto era impensable. El fenómeno resulta irresistible para los sociólogos. Uno de ellos explica que Estados Unidos acepta ahora su condición de mosaico multiétnico.
Otro, que es profesor de Princeton, señala que desde los años de 1970, cuando florecieron los movimientos de derechos civiles y los negros se mostraron orgullosos de serlo y los homosexuales salieron del armario, los inmigrantes también defienden sus culturas nativas.
Cuarenta años después de la publicación de El Padrino, la vida real imita a la literatura y da validez a la escena de la llegada del protagonista de la novela, según la concibió Mario Puzo. Si hoy desembarcara Vito Andolini a Nueva York, exigiría que respetaran su apellido o él mismo lo cambiaría por Corleone solo por amor a la tierra donde nació.
