La manera de relacionarse entre los seres humanos desde sus orígenes fue oral. La principal (y única) forma de comunicación entre los hombres fue el lenguaje, el habla, el verbo. Así transcurrieron miles de años hasta que, en la noche de los tiempos, se inventa la escritura, que no es más que un código de símbolos que transmiten un mensaje con sentido, que es descifrado por otras personas posteriormente.
Tras años de investigaciones y ensayos en secreto, Johannes Gutenberg dio, hacia 1450, con la invención de la imprenta, un sistema que transformaría la difusión del saber en Europa y en el mundo. Y también cambió la manera en que nos comunicábamos los hombres, puesto que del uso unánime del lenguaje oral pasamos a utilizar la palabra escrita en textos cuya función principal es la comunicación entre el remitente o emisor hacia un receptor concreto.
Las cartas adquirieron entonces un sitial cimero; la correspondencia se convirtió en el medio de expresión de las penas, las alegrías, el amor y el desamor. Inclusive aparece la novela epistolar, un género novelístico en que la acción progresa a través del intercambio de cartas y éstas desvelan el perfil psicológico que el novelista concede a sus personajes. El epítome de este tipo de novelas es “Las Penas del Joven Werther” de Johann Wolfgang Goethe.
Durante varios siglos la comunicación epistolar reinó en el orbe, hasta que aparecieron algunos inventos que variaron el modo en que los humanos nos relacionábamos. Así surgieron el teléfono, la radio y la televisión que constituyeron una revolución completa y total en los medios de comunicación. Entonces, el lenguaje escrito de uso cotidiano, fue reemplazado en un alto porcentaje por la oralidad. Por ejemplo, para las generaciones que van desde los años 20 a los años 90 del siglo pasado, las conversaciones telefónicas eran el medio de comunicación por excelencia. Basta recordar los diálogos kilométricos utilizando los teléfonos fijos. El teléfono era el centro de atención en las residencias y en los centros de trabajo: hablando, hablando y hablando. Eran legendarias las conversaciones telefónicas de varias horas y mientras tanto el resto de los habitantes de la casa o del trabajo estaban incomunicados hasta que la persona al teléfono se dignara a colgar el auricular. En esos intercambios de palabras se hacían negocios, se pactaban acuerdos, se forjaban y rompían relaciones amorosas, se comentaba los sucesos propios y ajenos. Era el escenario donde nuestras vidas se ventilaban, utilizando el lenguaje verbal. La interacción entre los humanos era presidida por la lengua y el oído.
Sin embargo, una nueva revolución se ha forjado en tiempos recientes: surgieron los teléfonos inteligentes, verdaderas máquinas portátiles en las cuales se puede hacer de todo, a cualquier hora y en cualquier lugar. Entre estas novedades tecnológicas se encuentra la aplicación del WhatsApp, en la cual los mensajes de texto conforman la principal actividad de esta herramienta moderna. Es decir, ahora el centro de atención de las residencias, centros de trabajo y recreación, son los teléfonos móviles: escribiendo, escribiendo y escribiendo. Todo el mundo escribe, a toda hora, en cualquier lugar, en cualquier situación. La palabra escrita ocupa actualmente la cúspide en la forma en que interactúa la gente, reemplazando en ese puesto al lenguaje oral.
Lo triste, lamentable y desolador son dos aspectos: primero, la cantidad de tonterías sin sentido que se escriben, sin trascendencia ni orden lógico. Y segundo, los errores (y horrores) ortográficos y gramaticales que se generan, aún con corrector incorporado. Esta herramienta, como todas, puede ser un vehículo para la sembrar excelencia o para cultivar ignorancia.
El autor es docente universitario


