DESDÉN, DESCUIDO Y ABANDONO

La eliminación del espacio público

Uno de los aspectos que llama la atención de las sociedades más desarrolladas es su esfuerzo permanente por proteger y ampliar espacios públicos que son importantes para la construcción de la identidad social e individual.

Me refiero a sitios públicos, accesibles a todos los ciudadanos. Se trata de parques, plazas, avenidas, aceras, malecones, edificios y balnearios, entre otras infraestructuras, que pueden ser aprovechadas por la sociedad —sin exclusiones más allá de las que exija el respeto al derecho ajeno— para reunirse, conversar, expresarse, reflexionar, educarse, apreciar la cultura, practicar el deporte y disfrutar del sano esparcimiento (derecho que, por cierto, corresponde a todo el que trabaja, no solo a la minoría privilegiada que más ingresos acapara).

Ese es el modelo europeo de la postguerra. Otro modelo —el del Wild West (“Viejo Oeste” u “Oeste Salvaje”)— propone la reducción del espacio público a su mínima expresión. Al mismo tiempo, impulsa la ampliación casi ilimitada de las facultades y posibilidades de quienes controlan los espacios privatizados, en detrimento de la inmensa mayoría excluida de los beneficios del modelo netamente individualista.

En nuestro medio impera la mentalidad del Oeste Salvaje. No solo prevalece en los circuitos de poder sino, además, en muchos sectores populares, habituados a actuar irresponsablemente según las reglas del “juega vivo”.

El resultado es la degradación y el cercenamiento del espacio público. En la actualidad —por ejemplo— a no ser que usted, algún familiar o amigo posea una propiedad costanera, es poco probable que usted pueda recrearse en una playa. Las que no están contaminadas ya han sido privatizadas.

No hay en Panamá suficientes áreas de esparcimiento ciudadano y las que existen muchas veces están descuidadas. En la capital y otras poblaciones de la República, el deterioro de las instalaciones estatales y municipales, el abandono de los monumentos nacionales, la ausencia de aceras y otros rasgos característicos de nuestra vida urbana reflejan un funesto desdén por lo público.

La reducción de la esfera pública tiene importantes consecuencias para la sociedad. Las limitaciones de esta columna me impiden tratarlas como corresponde, pero entre estas figuran, singularmente, la acumulación de frustraciones y resentimientos sociales, así como la disminución del capital humano. Que tomen nota de ello quienes manifiestan alarma por los índices de criminalidad y destacan la necesidad de mantener, a toda costa, el crecimiento económico.

En Panamá no siempre predominó, con semejante soberanía, el modelo del Viejo Oeste. En los primeros años del siglo XX, la sociedad política —a pesar de sus incontables imperfecciones— tuvo al menos suficiente lucidez para vincular el concepto de lo público con el fortalecimiento de la nacionalidad, tal cual lo expone el Dr. Peter Szok en sus estudios históricos sobre los años iniciales de la República.

El robustecimiento de la “panameñidad” era el único medio de subsistencia al alcance de un pequeño país asediado por la hegemonía estadounidense y el desprecio de nuestros vecinos. Así lo comprendieron nuestros primeros estadistas, quienes emprendieron la construcción de obras públicas que representaran a la República y simbolizaran su pertenencia a una comunidad de naciones civilizadas.

De tal suerte crearon, sobre todo en la ciudad capital (pero también en otros puntos de la República) espacios públicos —edificios, plazas, avenidas— que, además, funcionaban como áreas de encuentro, ilustración y mejoramiento ciudadano.

Hoy, nuestra sociedad se encamina en dirección contraria, hacia la eliminación del espacio público. Repetidamente, desaprovechamos las oportunidades que se nos presentan para recuperar y potenciar la esfera colectiva, accediendo a la privatización de bienes que por su naturaleza, situación o función deberían permanecer como áreas comunes. Es hora de operar un cambio en la mentalidad imperante, antes de que el modelo del Oeste Salvaje termine por erradicar los últimos vestigios de sociedad y civilización que se mantienen entre nosotros.


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