Supongo que no poca perplejidad ha de causar el título de esta columna. Ello es explicable. En verdad solo mediante la lectura del libro del expresidente de Estados Unidos Jimmy Carter titulado Our Endangered Values (Nuestros amenazados valores), es posible captar la íntima trabazón que tienen entre sí los tres componentes del sibilino encabezamiento del presente artículo.
Empiezo por referirme a la segunda venida de nuestro señor Jesucristo. Los cristianos tenemos algo así como 2 mil años de estar esperándola. San Pablo, cuyo nombre judío era Saúl y quien, de perseguidor implacable de cristianos se convirtió en apóstol de Cristo, afirmó en sus epístolas, escritas poco después de la muerte de Jesús, que el fin de los tiempos estaba cerca y aseguró que ninguna persona que entonces viviera se quedaría sin presenciar la segunda venida del Salvador. Su presentimiento resultó fallido.
Hasta no hace mucho nadie se había atrevido a vaticinar cuándo terminaría tan larga espera. Sin embargo, los cristianos evangélicos piensan que han develado el misterio. Ello es que una profecía bíblica recientemente articulada por sus líderes religiosos, extraída por ellos del Apocalipsis de san Juan, y en la que, según nos informa Carter, creen a pie juntillas millones de evangélicos, sostiene que para que ocurra la segunda venida del Señor es menester que, previamente, el pueblo judío reconquiste y controle íntegramente la Tierra Santa, expulsando de ella a todos los gentiles, incluidos los cristianos y los musulmanes. Mientras tal cosa no se materialice, Cristo no vendrá. La profecía asegura también que, al regresar, Cristo les dará a los judíos la oportunidad de convertirse al cristianismo y que, de no hacerlo, los enviará al infierno.
Aguijoneado por la curiosa profecía, me di a la tarea de leer el Apocalipsis de san Juan, denominado en inglés The book of Revelation, para ver si, por casualidad, encontraba el pasaje o los versículos en los que los teólogos evangélicos apoyan su vaticinio. Confieso que no entendí ni palabra de lo que leí. Concluí que el Apocalipsis no es libro para ser leído por legos como yo. Sus crípticos mensajes, si acaso los tiene, están solo al alcance de quien los escribió, es decir, del propio san Juan.
Acaso resulte pertinente apuntar que en la Biblia católica que utilicé para mi infructuosa lectura, el Apocalipsis viene precedido, tal vez a manera de advertencia, por una cita que transcribo enseguida. Reza así:
“Decía ya en el siglo III S. Dionisio, obispo de Alejandría: ‘Estoy persuadido de que el Apocalipsis es tan admirable como poco conocido. Porque, a pesar de que yo no entiendo sus palabras, conozco, no obstante, que sus palabras encierran grandes sentidos bajo su oscuridad y profundidad. No me constituyo juez de estas verdades, ni las mido por la pequeñez de mi espíritu o ingenio; sino que, haciendo más caso de la fe que de la razón, las creo tan elevadas sobre mí, que no me es posible alcanzarlas. Y así, aunque no las puedo comprender, tanto más las adoro y reverencio”.
Ahora bien, independientemente de la opinión que nos merezca la meritada profecía, lo importante, como lo explica Carter, es que en Estados Unidos millones de evangélicos creen en ella, sin cuestionamientos, y consideran, además, que tienen la obligación personal de acelerar la segunda venida de Jesús, propiciando el acaecimiento de la profecía. Por eso no solo justifican, con fervor religioso, la actual política del Estado de Israel de colonizar territorios palestinos, sino que también la apoyan financieramente y, por añadidura, presionan al Gobierno estadounidense para que no obstaculice la actividad expansionista israelí, todo ello con la mira de apresurar el cumplimiento de la profecía.
No creo necesario aclarar que mal puede el pueblo judío tomar en serio la profecía de los cristianos evangélicos, ya que los textos sagrados hebreos hablan más bien de la especial alianza que existe entre los judíos y su Dios y vaticinan la llegada de un salvador que, lejos de venir a castigarlos si no abjuran de su fe, como lo creen los evangélicos, vendría a restaurar el reino de Israel y a salvar a su pueblo de la injusticia y la opresión.
En este orden de ideas, se me ocurre que no es disparatado pensar que, al margen de toda profecía bíblica, el actual Estado de Israel puede ser visto como una suerte de precursor profano del mesías aguardado por el pueblo hebreo. A fin de cuentas, dentro de sus fronteras ese pueblo ha encontrado un lugar que lo ha puesto a salvo de las discriminaciones y persecuciones que, a lo largo de los siglos, la diáspora judía ha sufrido en casi todos los países en que ha ido a recalar.
Dado mi escepticismo frente a todo tipo de vaticinios –no importa cuál sea su fuente ni quién sea su profetizador– no puede menos que sorprenderme la fe con que los cristianos evangélicos aceptan la profecía articulada por sus pastores y se comportan en función de ella.
En cambio, no me sorprende, en absoluto, la interesada aceptación del Estado de Israel del apoyo que recibe de las Iglesias evangélicas, pese a que dicho apoyo se fundamenta en una creencia religiosa que, a todas luces, no es de recibo para el pueblo israelí. Para Israel lo que cuenta en este caso es la utilidad política que ese apoyo supone en Estados Unidos.
Así, a partir de una narración con pretensiones de vaticinio bíblico, dimanante de un libro para mí ininteligible del Nuevo Testamento, como lo es el Apocalipsis de san Juan, ha surgido una extraña pareja conformada por el Estado de Israel y los cristianos evangélicos, pareja esta cuyos miembros, por donde se los mire, no tienen, en el fondo, nada en común.
