Gran parte del discurso político ante el pueblo panameño se presenta o gesticula como un discurso de palabrerías por parte de quienes no logran interpretar los reales problemas de nuestra gente y del Estado. Lo peor de las argumentaciones que presentan quienes tratan, a toda costa y con gran esfuerzo, de justificar el statu quo, consiste en que insertan el presunto análisis dentro de una aparente lógica que gana para sí a muchos ingenuos o incautos que creen o consideran que los gesticuladores de ese discurso tienen algo de razón y, consiguientemente, se dejan convencer de modo fácil. Lo que no saben o ignoran esos adeptos, los partidarios del falaz y superficial discurso, es que detrás de toda esa parafernalia o madeja de palabras se esconde un mundo de mentiras y de expresiones muy bien acomodadas con las que se pretende elaborar defensas a los operadores del poder político.
Es así como, frecuentemente, vemos, oímos y leemos a ciertos analistas de la cosa política panameña y que con gran denuedo conjeturan tesis o teorías totalmente descabelladas, pero que a nadie engañan con todo ese malabarismo de política barata o de a centavos. Por ejemplo, en días pasados, por televisión, uno de esos analistas enfatizaba que el problema de la corrupción es un problema general y que toda la sociedad está inserta en él. Cuánto anhelé estar allí para contra argumentarle. Le habría respondido blandiendo lo que Ortega y Gasset señalaba en su obra El tema de nuestro tiempo: La idea de que todo influye en todo, de que todo depende de todo, es una vaga ponderación mística que debe repugnar a quien desee resueltamente ver claro.
No podemos, pretextando justificar la incapacidad de nuestros gobernantes, esgrimir este tipo de argumentos, ya que la evidente ilógica que lleva en su contenido sugiere un gran irrespeto a la casta intelectual de la nación y también para quienes, sin serlo, tienen la misma dignidad que pueda ostentar el más encumbrado mortal sobre la tierra. El barato discurso de que corrupción hay en todas partes y que en todas las sociedades se han dado brotes de corrupción, equivale tanto como equiparar que el homicidio es tan normal y social que ya desde el Edén, Caín mató a Abel. Estos malos argumentos caracterizados, casi siempre, por echar mano del pasado o de la historia, traducen una incapacidad extrema y peligrosa por parte de quien los esgrime, que le imposibilita vislumbrar el problema real y poder brindar al mismo soluciones concretas y efectivas. Estos argumentos son antifilosóficos, propios de una subcultura que domina nuestros tiempos, pero frente a la cual debemos reaccionar, sin vacilaciones, a efectos de oponer la cientificidad de las cosas, la dialéctica del pensamiento, la dignidad del hombre y, fundamentalmente, un claro concepto de justicia social ya preconizado desde los Evangelios, por cuanto Cristo ordena pensar siempre en los pobres y necesitados. Se trata de la justicia solidaria y comprensiva, humanística y cariñosa.
Tras la necedad de pobres defensas, observamos a diario que estos discursos son objeto de la más virulenta mofa y sarcasmo por parte de la comunidad que es la que padece el hambre y las penurias propias de la miseria. Se esgrime, últimamente, que el Estado no puede resolverlo todo y que se requiere cierta participación ciudadana que impulse la iniciativa propia. Sin embargo, lo que no se dice es que el Estado en nada contribuye a que esa iniciativa surja y prospere. De allí la inminente necesidad de que el Gobierno adopte políticas, en los distintos ámbitos, bien precisas y definidas, que permitan al Estado y al pueblo panameño enrumbarse por mejores derroteros.
Es así como el pueblo panameño censura de los operadores del discurso la hipocresía expresa y nada difícil de advertir por parte de quienes dicen ser solidarios con las necesidades del pueblo panameño, pero amasan fortunas y llenan sus arcas de riquezas, en no pocos casos mal adquiridas y logradas con la ley del menor esfuerzo, menos del producto del trabajo honesto y esmerado. Esos operadores del discurso son incapaces, tan siquiera, de dar una limosna al menesteroso que con ojos de angustia y de necesidad se las demanda. Sin embargo, insistimos, estos defensores del sistema se caracterizan por un especial síndrome de mimetismo político que se adapta a todas las situaciones, y así escuchamos de ellos que todos han sabido lo que es la pobreza, de los enormes esfuerzos que hicieron para ser alguien en la vida, que son transparentes y honestos, que nadie los puede acusar de nada, que son defensores de la moral y de las buenas costumbres, etcétera y más etcétera. No obstante, las acciones de muchos de ellos hablan lo contrario y es así como devienen en falaces e hipócritas. Estos son los que suenan címbalos y trompetas cuando hacen una buena obra, y a través de una publicidad pagada desnudan ante la faz de la sociedad las necesidades de nuestras gentes. De ello, sin lugar a dudas, tendrán que dar cuentas al Creador, ya que parece que no hay poder ni juez en la Tierra ante el cual rindan cuentas por los delitos que cometen y que quedan impunes.
Res non verba hechos no palabras decían los romanos, y lo mismo debemos exigir de los interlocutores del discurso político, que además de deficiente en contenido y esencia, peca de ser falsario, en el sentido popperiano.
Los llamados dirigentes o líderes políticos, sobre todo, deben convencerse de que hay que superar el discurso superficial por uno que dé cuenta de verdadera transparencia y sinceridad, que contenga palabras pletóricas de vivencias personales frente a los problemas de nuestras gentes y, de modo fundamental, que estén impregnadas de auténtico calor humano conforme lo enseña Cristo: amarás a tu prójimo como a ti mismo.