¿Qué es un ser humano?, ¿en qué consiste la humanidad?, ha sido quizá la pregunta más importante de la filosofía desde los tiempos en que los griegos, allá por el siglo IV antes de Jesucristo, comenzaron a interesarse por la comprensión del mundo que nos rodea. Darwin, tan de moda este año, nos dio una respuesta general que sigue siendo cierta: un ser humano es un simio, pero un simio peculiar. Uno capaz de establecer juicios éticos y estéticos, de hablar mediante un lenguaje doblemente articulado… Y de hacer música. La capacidad humana para la música pertenece con tanta justicia (o más) a las claves mentales de nuestra especie como la moral, el arte o el lenguaje. Sin embargo, las dificultades para poder extraer algún tipo de información de los registros fósil y arqueológicos acerca de la evolución de la música suelen llevar a que esa capacidad para la conducta musical sea olvidada en la mayor parte de los modelos disponibles acerca de la naturaleza humana y su evolución.
Gracias a un trabajo publicado hace muy poco por Nicholas Conard, de la universidad de Tubingen (Alemania) y dos colaboradoras, se sabe algo más acerca de los orígenes ce la música. Conard y su equipo han descubierto una flauta hecha con un hueso de buitre en el que los artesanos que lo manipularon hicieron varios agujeros.
La flauta tiene nada menos que 40 mil años y procede del yacimiento de Hohle Fels, una cueva existente en Alemania.
El hallazgo es, a mi entender, magnífico. Pero cuenta con un inconveniente: la cueva de Hohle Fels acumula materiales pertenecientes a la cultura auriñaciense, lo que es lo mismo que decir que allí vivieron cromañones legándonos su inmenso bagaje técnico e intelectual. Pero los cromañones son miembros de nuestra propia especie, Homo sapiens, y apenas se distinguen en nada de nosotros mismos.
Como ya sabíamos de sobra que contamos con capacidades demostradas para la música, el descubrimiento de la flauta auriñaciense, con ser de los que hacen historia, nos deja con cierta sensación de desengaño.
Habría sido magnífico descubrir algún instrumento no ya propio de los humanos de aspecto moderno sino de otra especie anterior como los neandertales.
Tal vez eso no suceda nunca porque los demás homínidos carecían del sentido musical. O tal vez contasen con él, pero no nos dejaron pruebas de que es así.
En tanto que aparecen éstas, o se dan por descartables, nos quedamos con el mismo misterio que teníamos en las manos: ¿cuándo apareció la capacidad para la música? Puede que la respuesta —que maravillaría sin duda a Aristóteles— nos llegue de la mano de la genética. De la misma forma que se están comenzando a identificar los genes relacionados con el lenguaje, quizá demos con los que acompañan a las capacidades musicales. Cuando eso suceda, si es que sucede, será posible dar una fecha tentativa de la aparición del sentido de la música. Para seguir asombrándonos.