Con un trabajo que empieza a las 8:00 a.m. en punto, y el hábito de dormir casi sobrehumanamente, la hora se ha vuelto una obsesión para mí.
Por mis circunstancias, no es sorprendente el tiempo que paso marcando el 105. ¿Cuántas veces no fue esa voz robótica un farol de luz en el oscuro mar del tiempo? ¿Cuántas veces no confié en ella como un ciego en su bastón? Decía la hora con la inocencia de un niño, aclaraba cualquier disputa con una verdad indiscutible: el 105.
Había tomado la costumbre de poner los relojes de mi casa con la hora del 105. Me aguantaba retóricas de mercadeo de Cable and Wireless, esperaba ansioso para escuchar esa voz de mi infancia cada vez que se iba la luz y tenía que arreglar el reloj del horno. Poco sabía, que aquella señora en quien había confiado ya se había vuelto senil, y que el tiempo en mi país corría casi cinco minutos atrasados.
Fue fácil hacer este descubrimiento, aún cuando mi alma estaba cegada por una fe absoluta. Hoy en día, todas las computadoras con acceso al internet pueden automáticamente decir la hora correcta. Y el reloj del 105 estaba cinco minutos atrás de este.
Este descubrimiento me afectó tremendamente, pero también puso a mi imaginación a volar. ¿Dónde estaba esta voz dulce? ¿En qué oficina oscura bailaban las manos de este reloj? También surgieron en mí ideas de mayor importancia. Un país globalizado, especializado en servicio, en banca, donde se llevan a cabo mil transacciones en un día, tiene su hora oficial equivocada. Un país que le da tanta importancia al año nuevo, que consume 47 litros de cerveza per cápita anualmente, está dándole la bienvenida al año nuevo cinco minutos más tarde que el resto de el mundo.
No se qué lecciones aprender de este incidente. Hasta cierto punto aprendí el peligro de la fe absoluta y a cuestionar cualquier autoridad.
Quizás aquí no importan cosas. Aquí llueve. Aquí los buses respiran humo negro y pasan como diablos por las calles. Aquí las horas de almuerzo se miden por instinto. No digo quitar nuestro ambiente gozador, pero francamente, como están las cosas, quizás deberíamos adelantar nuestro reloj y vivir un poco más acelerados.