Decía Sócrates (470-399 a.C.) que cuando el debate está perdido, la difamación se convierte en arma del perdedor. La expresión viene a pelo, porque con creciente frecuencia encuentro en los medios, expresiones ofensivas e innecesarias para defender una posición.
Por conocer ese pensamiento desde mis primeros años de estudiante y por haber escuchado entonces el frecuente consejo de mis sabios padres y abuelos, he sido enemigo acérrimo del insulto, particularmente cuando este carece de elegancia. Es más, siempre he pensado, a propósito de Sócrates, que quien apela al insulto es porque, sencillamente, no tiene argumentos.
Hace varios meses leí las declaraciones hechas por un prominente dirigente empresarial y del Partido Revolucionario Democrático (PRD), en las que calificaba de imbéciles a los integrantes del equipo económico del gobierno, cuando al dar los resultados del Informe de Coyuntura correspondiente al primer trimestre del año, el ministro de Economía y Finanzas, Norberto Delgado Durán, pronosticó un crecimiento en el 2003 por el orden del 2.8%.
Obviamente más inspirado por su animosidad hacia el gobierno que por la realidad económica, el citado profesional afirmaba entonces que en el mejor de los casos el crecimiento económico si acaso llegaría a una cifra cercana al 1.5%.
El comportamiento económico de los siguientes dos trimestres no solo ha confirmado las proyecciones hechas por el equipo económico del gobierno, sino que ha superado las expectativas, forzando al Ministerio de Economía y Finanzas a corregir su proyección de crecimiento para el 2003 para colocarla entre el 3 y el 3.5%. Entonces, ¿quién es el imbécil?
Desde aquel enunciado de Sócrates, cuya filosofía era eminentemente ética, el insulto ha venido siendo tolerado, y hasta estimulado, siempre y cuando el mismo no sea chabacano como el que leí el 10 de noviembre en una nota editorial en la que se indicaba que la presidenta de la República, Mireya Moscoso, acusaba signos de decadencia moral, insensibilidad política y demagogia absoluta, por haber afirmado que su gestión tiene a su haber un alto nivel de ejecución de las obras programadas.
Estudiosos del arte de insultar sostienen que un mal insulto, como los mencionados en esta nota, puede rebotar y volverse contra el que lo profiere. En lo personal, como periodista lo pensaría dos veces antes de consultar al economista que pronosticó el precario crecimiento de 1.5% para comentar eventos de su presunta especialidad.
A propósito de casos como el mencionado, me viene a la mente una de las frases ingeniosas del economista estadounidense John Kenneth Galbraith, autor entre otras de la famosa obra Affluent Society, cuando atendió una invitación que le formulara el veterano periodista conservador Bill Buckley y dijo: Es grandioso estar con Bill Buckley, pues no tienes que pensar. El asume una posición y tú automáticamente asumes la contraria a sabiendas de que estás en la posición correcta.
Más fineza al respecto del crecimiento económico tuvo la firma Indesa, cuando después de afirmar su presidente, el Dr. Guillermo Chapman, en enero del 2003 (La Prensa, 22/01/03) que este año el crecimiento sería más bien modesto, de 1.5%, se apresuró en julio pasado a corregir la cifra a 2.5% para el 2003 y a 3% anual para el período 2004-2005. Además, tuvo el cuidado de no insultar a sus colegas dentro del gobierno quienes, a la postre, demostraron tener la razón.
Lingüistas estudiosos del arte de insultar sostienen que insultar con efectividad es complicado y no está al alcance de cualquiera. El insulto ideal, indican, es aquel que crea una situación de superioridad en el emisor que lo hace incontestable. Incluso se puede insultar con nobleza y valor, como solían hacerlo algunos de los personajes de las obras de William Shakespeare. A lo que no debe sucumbir un ser inteligente y que aspira a ser respetado es al insulto grosero e irreverente.