Sumas y restas. Los números no salen en este mentidero de apariencias en el que hemos convertido al mundo. Casi todo es diferente a lo que parece y las fábricas de noticias y de imágenes echan humo mientras el fuego va quemando lo poco que nos queda de realidad real.
Sumas y restas. Mientras restamos alimentos y posibilidades a la mayoría, sumamos banalidad y estupidez a este circo de sombras que tanto se parece a La Caverna de Platón reinventada por José Saramago para adaptarla a nuestros tiempos, a nuestra era de centros comerciales y cartuchos repletos de deseos tan fugaces como colmados.
Restas más que sumas, cuando solo nos dedicamos a vivir y no a decidir cómo vivir, cuando las corrientes de moda son las que marcan lo que está bien y lo que está mal. Sumamos renuncias cuando dejamos en manos del sector privado el destino de nuestros países y cuando los Estados se comportan como corporaciones donde lo que importa es el saldo de beneficios después de impuestos –aunque desearían que no hubiera impuestos– y no cómo viven o malviven los trabajadores que alimentan con su sudor la caldera de este ferrocarril frenético de rumbo incierto.
Los íconos de este festín pantagruélico donde hay más saloneros y personal de limpieza que invitados se reparten por doquier. Uno de ellos ya se ha instalado en Panamá como parte del paisaje anual. El año pasado me pasaron por la guillotina pública, me descuartizaron en los salones de té donde las dilectas damas discuten sobre lo precario del servicio doméstico mientras rozan con sus manos su piel amelocotonada, me trataron de destructivo, de pesimista, de malcontento, al fin y al cabo. Lo hicieron por cuenta de algún artículo donde fustigué, reconozco, a Casa Cor Panamá.
Y las pesadillas nunca son únicas, tienen la mala costumbre de repetirse, de enquistarse en la memoria para salir noche tras noche a provocar una vigilia de resabio amargo. Así que volvió. Esta vez, el castigo que me he ganado es de carácter bíblico: Casa Cor ha levantado sus carpas del mal gusto justo enfrente de mi ventana, la que me permite intuir el mundo exterior al tiempo que me protejo de las tormentas.
Las damas benéficas y de moda no han tenido mejor idea que intervenir el antiguo Colegio Javier, que luego le quedará como “patrimonio” restaurado a la Cancillería. Espero que la pintura blanca pueda salvar a la Cancillería del ridículo de habitar un bloque negro más parecido a los prostíbulos de carretera que a la representación diplomática de un país.
Mi crítica fundamental a Casa Cor no es estética, aunque hay mil razones para cuestionar su fisionomía, sino de fondo. El derroche de recursos, prensa y energía en un acto elitista por naturaleza, inútil en esencia y que encima pretende camuflarse como algo benéfico, altruista, necesario para el avance de nuestra sociedad. Todavía no hemos visto un Casa Cor que recupere las tristes casas de madera donde malviven miles de panameños y panameñas, sino que, al igual que la Teletón, lo benéfico consiste en asumir tareas que le corresponden al Gobierno.
Si la Cancillería quiere nuevas oficinas, que las restaure y adecue. Si los niños y niñas de este país sufren de hambre y abandono, que el Gobierno gestione de una vez la riqueza del país y redistribuya los enormes caudales de plata que abultan las estadísticas del PIB al mismo tiempo que menguan la dieta familiar.
Sumas y restas para que todo sea mentira, al fin. Igual que el famoso 911 que impulsó la Teletón infame. Ahora, los clientes de telefonía celular corporativos y comerciales tienen que pagar un impuesto retroactivo desde noviembre de 2007 para financiar el pinche teléfono que no servirá de nada –si algún día existe– porque una vez avisada la emergencia no habrá bomberos equipados para atenderla ni rescatistas con medios adecuados ni helicópteros que vuelen para acudir. Decoración, todo es un decorado, la escenografía de una supuesta gestión del país que es mentira.
Decoración es Casa Cor y, en ese sentido, simboliza a la perfección el mundo en el que vivimos: la cultura de la simulación, de las sombras chinescas, pura decoración (uno de los ejercicios más espurios que conozco). Además, con mal gusto. Dije que no iba a centrarme en la estética, pero sí creo poderme permitir terminar con ese punto. ¿A quién se le ocurre intervenir un edificio en un barrio que es Patrimonio de la Humanidad por su carácter histórico pintándolo de negro y poniendo unas mamparas de colorines que en la noche lo convierten en un esperpento repleto de lámparas de araña y “pretenciosidad”?
Pude presenciar el proceso de ¿restauración? Y fue, efectivamente, de maquillaje, no de transformación. Tapar huecos, camuflar fallas, un universo de gypsum para esconder la suciedad y el deterioro: la metáfora de nuestro momento histórico. Sumas y restas para salir perdiendo.
[Para quién piensa que C. es tan pesimista como El Malcontento, este regalo del estadounidense–escandinavo–mexicano Bruno Traven: “Este mundo es, después de todo, demasiado hermoso como para abandonarlo, aun si se está harto de la vida o próximo a un final desesperanzado. Persiste. Continúa luchando. No te rindas. Escúpele la cara a la muerte y vuélvete hacia otro lado. El sol todavía está en el cielo, rodeado de estrellas”.]
El autor es periodista
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