Una tarde que caminaba por mi barriada, ya pronto de llegar a casa, luego de una jornada de trabajo, vi a tres niños sentados en un portal. Cada uno tenía un celular en la mano y de no ser porque eran tres niños, hubiera podido pensar que era uno: misma postura, misma concentración, la misma imagen petrificada. Entonces, otra imagen me vino desde lo profundo de mis recuerdos: el portal de la casa de mi infancia en El Coco de La Chorrera, donde todas las tardes nos convocábamos al juego. Allí se formaba un pequeño consejo de niños donde se discutía qué jugar primero: al compañerito pio pio, la lleva, la lata o a las escondidas; otra opción era los trompos o las canicas (nosotros decíamos “jugar a las bolas” sin ningún problema).
Soy de los que opinan que cada tiempo tiene sus cosas buenas y malas; que cada época tiene sus virtudes y contradicciones. Los jóvenes de hoy también viven su época con sus propias tensiones. Para la niñez de mi generación era imposible estar encerrado o sentado en el portal hechizado por algún artefacto, porque no existían. Si en mi infancia hubiera tocado vivir una pandemia como la actual, el confinamiento nos hubiera exterminado emocionalmente. Porque el juego era el ritual de las tardes, con lluvia o sin lluvia. Salir de casa era una ceremonia sagrada.
Como dije, no me gusta comparar, y no estoy seguro si es sana la comparación. Pienso que los niños de hoy también se estresan en el confinamiento pese a que tienen sus aliados tecnológicos de entretenimiento, que nos guste o no, los ayudan a pasar el tiempo. Los juegos de video y las redes sociales, vienen a sustituir al yo-yo, el trompo, las canicas y las cometas. Los juegos electrónicos desarrollan unas asombrosas destrezas de visión y reflejo en los niños de hoy.
En mi infancia las habilidades eran otras. Eran los tiempos en que los pelaos cogían un ring de bicicleta y lo hacían rodar con un palo; los tiempos en que los dedos se te pegaban con la goma del caimito verde para hacer una cometa; los tiempos en que se iba uno solito a buscar la rama de un árbol que luego se convertía en trompo; una llanta de auto se convertía en columpio y una caja de cartón en nave espacial o un fuerte. Éramos como pequeños artesanos. Si querías que tu trompo, bicicleta o cometa fueran los más destacados del barrio, te convertías en un artesano del arte.
Fueron los tiempos en que los espacios poéticos se inauguraban en la rama de un árbol de mamón, marañón o mango; a veces el laberinto construido en la maleza, o la sombra de un portal sin foco para poder echar cuentos hasta tarde. Y todos éramos delincuentes; no había un solo chiquillo que no hacía vichería.
Fueron los tiempos en que el miedo y la incertidumbre eran los detonantes de la imaginación. Alguien gritaba “viene la bruja” y todos salíamos corriendo. O la tensión de jugar a la ronda del lobo: “Jugaremos en el bosque mientras el lobo no está”. Y, justamente como lo ha reflexionado Graciela Montes, la incertidumbre de no saber por dónde iba a salir el lobo, esa tensión hacía que el juego fuera una aventura.
Hoy, la incertidumbre del confinamiento se nos presenta con otro formato de lobo. No sabemos por dónde va a salir el virus y esta vez sí nos puede devorar. Sin embargo, esta incertidumbre también nos obliga a recrear nuevos territorios y espacios que nos permiten dialogar y jugar a través de las palabras y la imaginación. Esta nueva incertidumbre despierta las posibilidades de crear nuevos encuentros y experiencias basadas en los principios del juego; son pequeños espacios con ventanas a los recuerdos que no permiten ejercitar el pensamiento para entender el mundo caótico.
Los juegos de antaño tenían muchos atributos intrínsecos: era imposible jugar sin una interacción cuerpo a cuerpo. El sentido de compañerismo y de cooperación, simplemente indispensable; la noción de trabajo en equipo, algo que se cultivaba sin ayuda de un manual de cívica, y la imaginación, un requisito para que la creatividad no faltara. Todos los juegos tenían sus reglas y normas que se cumplían.
Hoy nos vemos en la necesitad de interactuar virtualmente para confrontar eso que han llamado distanciamiento social. Un distanciamiento inimaginable a la hora de la ronda o cantar: un, dos, tres, compañerito pio pio. Palabras como solidaridad, cooperación, grupo, equipo, vuelven a escucharse por las redes. Las mismas palabras que se necesitan para jugar y construir. Cuando empezó la pandemia, dibujé una rayuela con tizas de colores en la terraza de mi casa. Hubo un tiempo en que todos querían ser el primero en tirar la piedra. Sentí una profunda nostalgia que me llenó de felicidad y, desde luego, fui el primero en lanzar la piedra.
El autor es escritor y encargado de la Oficina de Promoción de la Lectura en MiCultura
