Cuando descubrí “Los miserables” quedé fascinado por Javert, el malo de la novela, el implacable y rencoroso inspector que a pesar de que Jean Valjean le había perdonado la vida, hasta el final quería meterlo preso. Un malo “clásico”, con sus matices de gris, pero un malo.
En esta época de ficcionalización de todo, asistimos al sesgo narrativo que apunta a la banalización del malo como arma de propaganda para las bases de cualquier sistema democrático. La meta está clara: cuanto mejor hagamos parecer a los malos, mejor nos aprovecharemos del sistema y menos malos pareceremos. Así las cosas, Pablo Escobar es tan válido como Nelson Mandela: son personas con valores e intereses por el pueblo, paladines de los más necesitados, son −dicen−, agentes de transformación social.
Podemos reconocer los grises, los matices que convierten a alguien en persona: circunstancias, épocas, familia y hasta lecturas, e inferir los motivos de cada uno pero de allí a justificar, al corrupto, al abusador, al traficante o asesino, va un trecho muy largo que requiere la anulación del contrato social e inaugurar una nueva era en la que aceptemos toda conducta antisocial en favor del romance con los malos.
Lejos de moralinas o mojigatería, tenemos que tener claras las cosas porque al final los entusiastas de la ignorancia, que medran en sus puestos y avanzan sus corruptelas clientelistas, les beneficia este clima “gris”, del “todo el mundo es un poco malo o tibio, así es el panameño”, y no debemos aceptar semejante etiqueta.
Al final Javert se suicida: no soporta la actitud de Valjean. El malo es vencido. Y sí, es cierto, los benditos grises, pero no lo es menos el hecho de que la manera de desactivar lo malo es darle su justo trato, evitando sobrematizar, que no es otra cosa que justificar un ambiente corrupto del que después nos quejamos pero nos negamos a cambiar, no sea que nos llamen blandos, tontos o anticuados.
El autor es escritor