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Poderes del Estado

La degradación de las instituciones

La degradación de las instituciones
La degradación de las instituciones

Es ineludible referirnos a la inconsecuente, arbitraria y peligrosa actitud ilícita de la anterior presidente de la Asamblea Nacional, quien en un gesto de calculada prepotencia, resistió acatar, como era su deber, hacer y con ella de todo el Órgano Legislativo, una sentencia de la Corte Suprema de Justicia que ordenaba poner a disposición de la Contraloría General de la República toda la información relacionada con la posible comisión de peculados por parte de muchos miembros de esa cámara, al destinar recursos del Estado a pagos indebidos y retenciones fraudulentas de dineros públicos a favor de no sabemos aún cuántos diputados, mucho menos cuáles, encubiertos con dicha decisión de la presidente.

Es imperioso dedicar unas líneas a las desviadas y antojadizas manifestaciones, también de miembros de la Asamblea Nacional, respecto a las facultades ilimitadas de funciones legislativas que entienden pueden darse a sí mismos y que, aparte de improcedentes en muchos casos e insensatas en otros, resultan irrelevantes o inocuas en la mayoría; es decir, como si la felicidad de una nación no dependiera tanto de tener agua, justicia, educación, salud y seguridad, como de tener una fiesta dedicada a la cutarra, al acordeón o a la mejorana; o a fraccionar en pequeñas porciones territoriales de más fácil manejo clientelista, las ya pequeñas circunscripciones electorales con criterios estrictamente egoístas y populacheros.

Cómo se ve que la Constitución, además de imponer el requerimiento de ser panameño, mayor de 21 años y no condenado a más de 5 años de prisión por delito doloso para poder llegar a ser diputado, debería establecer que hubieran transitado al menos hasta un sexto grado, como cualquier portero de juzgado, aunque lo ideal fuera que hubieran aprobado estudios universitarios y que no exhibieran falta de ética pública, alfabetización y desconocimiento básico de las funciones de una cámara legislativa en un Estado moderno. Sin lugar a dudas, para avanzar en sus conocimientos en estos menesteres, no habrá partidas ni fondos que para otras cosas innecesarias e indecentes en una sociedad que empobrece, sí se disponen.

Es sorprendente que una dependencia del Órgano Ejecutivo, tal como la propia presidente anterior de la Asamblea Nacional hizo, se dé a sí misma, probablemente sin consultar los estamentos superiores, la potestad de desconocer una sentencia de la Corte Suprema de Justicia, en este caso y para precisar, sobre la prestación del servicio público de transporte de pasajeros como lo ha hecho la Autoridad del Tránsito y Transporte Terrestre, hace ya más de diez años hipotecada a la mafia que administra el sector transporte, con calculados apoyos, también clientelistas, ubicados en la propia Asamblea Nacional, de donde se ha contagiado el virus de la degradación de las instituciones nacionales.

Y se exhibe ignorancia por valerse de un comunicado para hacernos saber que al margen de la ley, ha pactado que la decisión de la Corte Suprema de Justicia queda suspendida hasta que una mesa “técnico-jurídica” ajena a todo ordenamiento legal y constitucional “examine la legislación y los cambios que se operan (sic) en el sector, a fin de ofrecer a los usuarios un mejor servicio.” Sublime, pero dramático, paralizante y para llorar como la del guasón que en media entrevista y ante las cámaras, mata a su entrevistador.

La Constitución Nacional y la Ciencia Política distinguen claramente cuáles son las áreas de responsabilidad de cada uno de los órganos del Estado; el alcance e interpretación de las leyes no está en manos de la Asamblea Nacional ni del Órgano Ejecutivo o sus dependencia, como tampoco lo está hacer las leyes que les vengan en ganas ni negociar términos de interpretación contenidos en sentencias inapelables y definitivas. Esto es lo primero que deben aprender. No les vendría mal tomar y aprobar un diplomado sobre la organización del Estado.

Estudiar años para ejercer el derecho y muchos otros más para administrar justicia, sobradamente permiten concluir que algo deberían estudiar quienes hacen las leyes de Panamá antes de aprobarlas con la mediocridad con que lo hacen.

La institucionalidad se resquebraja y tambalea. No en vano la economía se contrae, pasan a peor ponderación nuestras condiciones de riesgo. La inversión se asusta, salvo la que opera bajo acuerdos penetrados por la corrupción, por no poder ubicar qué dicen ni quién interpreta las leyes.

La importancia de los fallos de la justicia llegó a significar en otros tiempos la inmolación voluntaria de gigantes del pensamiento como lo fue Sócrates; hoy en cambio, en Panamá, los grandes solo en ignorancia, pretenden llevar a la Nación al despeñadero y oscuridad de las tinieblas del mundo de la ley del más fuerte.

El autor es abogado


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