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Fe

La pandemia… y la Cruz de Palo

Un día como hoy hace más de 2,000 años un hombre llamado Cristo fue sometido – por sus ideas – a la peor tortura de la época: fue forzado a cargar su propio instrumento de muerte, una gran y pesada cruz de palo en la que sería clavado y sufriría una muerte lenta. Los cristianos lo llamamos “calvario” y el mensaje es claro: nadie pasará de esta vida a la otra sin calvario. Por eso ninguno de nosotros frente a un problema serio o una enfermedad tiene derecho a preguntar desesperado: “¿Por qué yo?… ¿Por qué a mí?” Tenemos que afrontar nuestro calvario con dignidad siguiendo el ejemplo de Cristo, sabiendo – por vivencias experimentadas y reales (propias y/o ajenas) - que se muere… para vivir.

Ese Cristo en la cruz de palo nunca fue visto con vestimentas de lujo, nunca se puso un gran anillo que besaran sus seguidores, nunca se dedicó a rituales formales... a los sacerdocios ni a los rezos públicos. Su llamado fue siempre a la religión del corazón, a la experiencia personal y privada respecto al ser superior y su conducta moral y ética… A la fe personal en el Creador.

Hoy el mundo tiene el privilegio de tener en el liderazgo del catolicismo al papa Francisco, quien con su ejemplo diario nos recuerda la vida de Cristo aplicable a nuestro diario vivir.

Estamos ante una pandemia que, para todos los que la vivimos, es inédita. Nunca antes habíamos vivido nada parecido. Estamos en cuarentena total, y aún así cada día hay más infectados y fallecidos (en su gran mayoría, de mi generación). Se ha agigantado nuestra fe en la ciencia… y también en nuestra religión, sea cual fuere.

Yo he tenido al menos tres experiencias vivenciales que han reforzado mi fé. Las vuelvo a contar para motivarlos a pensar en las propias, en este día tan especial.

La primera fue durante un viaje de trabajo por mar en que pretendíamos, con aparatos especiales, medir – en el día de la marea más alta del año – el fondo de Bahía Serena en Coronado, para el diseño de una posible marina. Al salir del puerto de Balboa había un cielo negro y un mar muy picado (producido por un huracán en el Caribe). Entre Taboga y Punta Chame repentinamente se pararon ambos motores del yate alquilado en que íbamos. El capitán bajó al cuarto de máquinas y se dio cuenta que el fuerte oleaje había rajado el fondo (de madera) del yate y nos hundíamos. Uno de nosotros anunció S.O.S. por radio y la única respuesta que llegó fue de un camaronero quien, al indicarle dónde estábamos, respondió: “N’ombe, yo estoy en Chitré” … y click, se cerró la comunicación. El capitán no había tirado ancla y en eso una ola gigantesca se metió en el yate, hundiéndolo en segundos. Quedamos (el capitán y dos pasajeros) en aguas profundas y muy picadas, área conocida de tiburones, cielo negro y la marea saliendo; no nos esperaban de vuelta sino tarde en la tarde y eran las 8:00am. Tres hombres enfrentados a una muerte lenta con tiempo – mucho tiempo – para pensar.

Uno enloqueció, el otro nunca perdió la esperanza y yo – hombre analítico – saqué cuentas y decidí para mis adentros: “se acabó”… Miré hacía el cielo, pedí mil perdones y me entró una suprema serenidad que (por más que he tratado) no puedo explicar con palabras. Se dió un milagro: el camaronero del click llamó a otro, éste llamó al Club de Yates (día de semana), por chiripón había alguien allí que llamó al Club de Yates de Balboa, el de Balboa llamó al dueño del yate (y lo encontró en su oficina), éste llamó a la Zona y resultó que los gringos tenían un helicóptero en entrenamiento sobre Taboga… que en 20 minutos nos recogió. Tantas cosas pudieron fallar, pero fue obvio que ese día no nos tocaba. Aparte de este milagro, la experiencia que más me impactó fue la serenidad inexplicable que se apoderó de mí cuando me entregué sin esperanza a la muerte.

Una segunda experiencia fue la muerte de mi padre. Bob Eisenmann y yo tuvimos una relación espectacular: era mi padre, mi confesor, mi socio, mi amigo, mi ejemplo… mi todo. Cuando enfermó a los 58 años de edad, el médico me informó, como el hijo mayor que era, que mi padre estaba muriendo y que no había nada que la medicina pudiera hacer por él. Me guardé la terrible noticia y viví 6 meses angustiado, no sólo por verlo sufrir, sino porque no me parecía posible mi vida sin él. El día que expiró no sólo no me quebré como pensé me pasaría, sino que estuve sereno frente a su cadáver y hasta lo vestí para el funeral. En todo ese tiempo lo sentía muy presente, pero no en ese cuerpo que yo vestía. Otra experiencia que me confirma mi fe en la otra vida… en que la muerte no existe; lo que se da es una traumática transición (calvario) entre una vida y otra.

Una tercera experiencia (ya contada en otro artículo de opinión) ocurrió cuando, como exiliado errante, en un sucio aeropuerto centroamericano, luego de haber sido rechazado por “amigos”, me sentí destruído; en eso ví en una cochina vidriera un Cristo de alambre barato. Mi mirada se paralizó sobre él, vi al mismo Cristo en la cruz de palo y me regañé a mí mismo frente a ese Cristo. ¿Qué derecho tengo yo a sentir lástima propia? Lo mío es nada frente a lo sufrido por Él... ¡Tienes que alejar todo pesimismo, toda duda, rechaza todo temor… y a cumplir con una vida creativa! Afronté todos los obstáculos y convertí el problema en oportunidad.

Este fue otro gran mensaje del Cristo clavado en la cruz de palo… y su símbolo de alambre barato que sigue colgado de mi cuello para nunca olvidar, no sólo en días como hoy… sino todos los días.

El autor es fundador del diario La Prensa


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