Si quienes venden y quienes compran no tienen la misma información sobre el artículo o el servicio objeto de la transacción, el funcionamiento del mercado no es perfecto: existen, por lo tanto, mercados incompletos con falta de información y por ello los precios no reflejan siempre el verdadero valor económico. Por proposiciones como ésta y por sus implicaciones sobre la acción del Estado, Joseph Stiglitz, Michael Spence y George Akerlof compartieron el premio Nobel de economía en 2001.
El primero de estos galardonados ha publicado un libro muy citado cuyo título en español es El malestar con la globalización. No es un libro de teoría económica, y poco tiene que ver con los temas que han dado el mérito al Stiglitz académico. Es una historia de sus experiencias personales, primero como miembro del equipo de asesores económicos de Bill Clinton (experiencia que valora positivamente el autor como su paso de la torre de marfil de una Universidad a la realidad de las políticas públicas) y después como economista jefe del Banco Mundial (la cual describe como frustrante, especialmente por las relaciones complejas con la institución-hermana del Banco: el Fondo Monetario Internacional).
El libro de Stiglitz no está bien escrito, es desordenado en su línea de argumentación y está lleno de frases venenosas que no corresponden a la categoría intelectual del autor. El libro es una especie de descarga emocional contra el establishment de las Instituciones Financieras Internacionales, pero, desafortunadamente, muchas de sus recomendaciones para mejorar el diseño de las políticas de estos organismos son teóricamente dudosas, y en el mejor de los casos, peligrosas. Sin embargo, presenta lecciones de casos específicos que son útiles de aprender.
Joseph Stiglitz presenta suficientes evidencias de los fracasos del FMI en anticipar y resolver las crisis cambiarias de muchos países. Enfatiza la naturaleza recesiva de las recetas del Fondo, especialmente las que tienen que ver con las restricciones al crédito como instrumento para reducir la demanda, las presiones inflacionarias y los desequilibrios externos. Señala acertadamente lo que el sentido común enseña al hombre de empresa: que las elevadas tasas de interés que acostumbra a propugnar el FMI para ajustar la economía pueden tener resultados macroeconómicos correctos, pero destruyen el sistema financiero y los balances de las empresas, exacerbando la crisis que se pretende resolver a través de mayor desempleo.
Los casos de Rusia, Tailandia y Malasia que presenta Stiglitz, entre otros, son interesantes para el lector que desee conocer cómo funciona un sistema económico mercantilista, en el cual el Estado favorece a amigos y asociados, especialmente cuando ellos están vinculados al sistema financiero local. La falta de transparencia ayuda a profundizar las crisis cambiarias de las economías emergentes: esta conclusión es contundente y debemos aprenderla los latinoamericanos.
Sin embargo, no se puede aceptar a pie juntillas la solución que propone el autor: que en medio de una recesión económica el Gobierno debe siempre gastar más en vez de ajustarse. Esto sería llevar muy lejos la propuesta keynesiana de estabilizar temporalmente la economía en las recesiones. En nuestros países, el gasto público no es como un acordeón que se estira y se encoge automáticamente para compensar un deterioro externo; por eso las expansiones temporales del pasado se han convertido en problemas permanentes del presente y del futuro. Aun si esta medicina funcionara que no ocurre siempre de esta manera hay limitaciones que impiden que la política fiscal sea tan flexible como aspira el mundo perfecto de los libros de macroeconomía.
Propone Stiglitz lo que Panamá (y toda América Latina de una u otra forma) ya ha utilizado sin éxito: proteger la industria nacional hasta que pueda competir favorablemente (aunque en materia de comercio exterior el autor es más ortodoxo que en cualquier otro tema de los que trata en el libro). Pone los ejemplos del éxito de la industria manufacturera de Corea, de Japón y de Singapur. Se olvida Stiglitz del teorema de simetría de Lerner, el cual con toda seguridad enseña en sus clases: los aranceles proteccionistas son un impuesto a la exportación, y por tanto la protección pone en desventaja (y no en ventaja) a los productores locales frente al resto del mundo. Panamá lleva 30 años de protección arancelaria y pocos resultados en eficiencia exportadora.
Por supuesto, los casos que él menciona han sido exitosos porque los recursos financieros que los gobiernos de esos países comprometieron a través de los presupuestos estatales le dieron la oportunidad de idear subsidios a aquellos sectores (y a aquella personas, valga anotar) que los burócratas consideraban que iban a ser los ganadores en el comercio internacional. Esta política es apoyada por empresarios mercantilistas que medran con los recursos del Estado a espaldas de las necesidades del resto de la sociedad. Singapur ensayó al menos seis actividades a las que el Gobierno destinó decenas de millones de dólares para ver si tenían éxito: si bien en algunas salió airoso, en la mayoría fracasó rotundamente.
En 1981 el ministro de Comercio Exterior de Corea me dijo que el Estado coreano estaba invirtiendo millones de dólares para promover la industria de relojería y que la marca Kappa iba a derrotar a los Seiko japoneses. A quien tenga un reloj de esta marca le aconsejo que lo guarde (el mío me lo robaron) porque debe ser el reloj más caro del mundo.
La crítica principal del autor a lo largo del libro es la rápida apertura de los bancos a la competencia internacional que sugieren las IFI cuando recomiendan las reformas para que funcionen los mercados. Responsabiliza al sector financiero de ser el conducto mediante el cual se inflan los valores de los activos cuando las cosas van bien y los desinflan cuando empiezan a ir mal, permitiendo y a veces induciendo que los depositantes retiren los fondos de la banca en el país hacia el extranjero, provocando la depreciación de la moneda mediante los ataques especulativos de unos pocos operadores internacionales.
Los economistas de Chicago a quienes no se les puede acusar de izquierdistas han escrito abundantemente sobre el tema. Que la secuencia de liberación en muchos países haya sido la incorrecta no cabe duda. Que el FMI ha fallado en entender este fenómeno al no estimular la integración adecuada de los sistemas financieros a los mercados internacionales como sí ha ocurrido en el caso de Panamá también es así. Stiglitz tiene razón en la mayoría de los casos que examina y en su crítica al FMI (tal vez le faltó ser más duro en el caso de Argentina). No menciona, sin embargo, (o lo hace de soslayo) los casos de países que han liberalizado sus economías con éxito: Irlanda, Hungría, Chile, Eslovenia y más recientemente Eslovaquia.
¡Ah...la globalización! La primera mención de la palabra mágica (más allá de sus referencias breves vinculadas al FMI, al Banco Mundial y a la OMC en el capítulo uno) aparece en la página 214 y siempre relacionada a su crítica central: la excesiva apertura del mercado financiero en países en vías de desarrollo. El objetivo del libro no es combatir la globalización, la cual califica de irreversible y de potencialmente beneficiosa, sino de criticar algunos procesos de privatización, de ayudas externas y de capitalismos de compadrazgo. En estos temas, sus experiencias son correctas y provechosas.
Por ello, a pesar de las críticas que han surgido de la derecha (por keynesiano) y de la izquierda (también por keynesiano), recomiendo la lectura del libro, pero ojalá para los que tengan un mínimo de bases económicas para que pueden separar las falacias económicas que utiliza para atacar al FMI, de las múltiples lecciones que deben aprender los tomadores de decisiones económicas en nuestros países.
La más contundente calificación del libro y de su autor fue la expresada con ironía por Kenneth Rogoff, el nuevo economista jefe del FMI: Joe, como académico eres un genio al igual que tu colega el premio Nobel John Nash; tienes una mente brillante , pero como diseñador de políticas públicas eres un poco menos impresionante.