Nadie pone en duda que la pandemia de Covid-19 ha tenido muchísimas consecuencias a todos los niveles. No solo humanos y sanitarios, sino también a nivel social y económico. Es más, las consecuencias reales de esta distopía global muy probablemente las sepamos con precisión en diez o quince años, cuando ya se hayan estudiado todo lo que ha provocado y sus ramificaciones.
Una de las dificultades en este sentido es que se hace muy fácil afirmar cosas como “con esto de las cuarentenas y los confinamientos, van a morir más personas de hambre que de Covid”. Objetivamente, no hay una forma real de medir de manera precisa cuánta gente morirá por la crisis económica provocada por las medidas sanitarias de cada país. Además, como cada quien ha hecho básicamente lo que se le ha ocurrido, no tenemos como comparar con parámetros controlados todos los países o regiones. Porque no es lo mismo levantar la restricción de circulación o el uso de mascarillas en Países Bajos, donde hay sistemas de salud y transporte públicos muy eficientes, que en países latinoamericanos, donde no hace falta describir lo que tenemos.
Pero la ausencia de datos objetivos no resta importancia a todo lo que la pandemia se ha llevado. Por supuesto, lo más relevante (y no recuperable) son las más de cuatro millones de vidas que se han perdido y los casi 190 millones de casos reportados alrededor del mundo. Sin embargo, hay otra serie de elementos que tal vez no vemos tan directamente como los muertos y enfermos, y que van seguramente a producir daños que demorarán muchos años en superarse.
El impacto en la educación no es cuantificable. El cierre escolar y la educación remota no solo produce menos eficiencia en el proceso de enseñanza que se ofrece a los alumnos, sino también amplía la gran brecha educativa que ya existía en función del nivel socioeconómico. Niños en áreas donde hay acceso a internet y a dispositivos digitales en su entorno, tienen una clara ventaja sobre áreas rurales y sin conectividad eficaz. Si a eso le sumamos la falta de disposición de los gremios magisteriales por retomar las clases presenciales, da miedo lo que pueda ser el resultado de nuestra prueba Pisa la próxima vez que se tome. Si quieren, puede consolar que es imposible que bajemos más de dos puestos en la clasificación (son los puestos que nos quedan para ser últimos).
El impacto económico de la pandemia ha producido muchas páginas en revistas, periódicos y noticieros. Como es lógico, hay industrias que han sufrido mucho más fuerte el golpe por la pandemia. Esta semana, el presidente de la Asociación de Restaurantes dijo que, desde el año pasado, han cerrado en Panamá más de 2,700 restaurantes. Esto impacta no solo a dueños, sino a personal y sus familias. Y así, otros rubros económicos, como el turismo, el transporte, la banca, la construcción y los bienes raíces, muy importantes para nuestros países, han sufrido mucho y, con cada rebrote del virus, se alejan más del momento de retornar a su normalidad pre-pandémica.
Pero hay otro elemento que ya estamos comenzando a percibir. Es lo que ocurrirá con las enfermedades crónicas que no han sido atendidas de forma correcta, como consecuencia de los confinamientos y cuarentenas producidas por la pandemia. Hay datos categóricos de como en Europa y Estados Unidos, la cantidad de hospitalizaciones por ataques cardíacos, derrames cerebrales, cáncer, etc., fueron menores durante 2020, en comparación con años previos. Sin embargo, la mortalidad en los hospitales por estas enfermedades fue mayor. Las explicaciones que se dan a esto es que los pacientes buscaban ayuda cuando la enfermedad estaba más avanzada, y que los recursos de salud estaban muy enfocados en el manejo de la Covid-19.
La medicina preventiva ha sufrido también un serio frenazo en los procedimientos habituales, lo que seguramente se va a reflejar en el número de casos en los próximos meses y años. Esta semana se presentaron datos que suponen que 17 millones de niños en el mundo no recibieron sus dosis de vacunas durante 2020. Igualmente, los programas de diagnóstico temprano de cáncer no se llevaron a cabo, lo cual implica que gran cantidad de pacientes, que se diagnosticaban en fases tempranas donde podían ser tratados, ahora se detectarán en fases más avanzadas, lo que implicará mayor gasto de recursos y mayor mortalidad.
Todo el mundo se preocupa de que su entorno vuelva a la normalidad. Sin embargo, el virus no entiende nada de economía, desempleo o quiebra de empresas. Él se limita a seguir reproduciéndose, haciendo mutaciones aleatorias, que ocasionan que las cepas vayan modificándose de manera que puedan subsistir más de persona en persona. Y nosotros, seguimos bailando al son que nos toca esa hebra de RNA, que se ha propuesto enredarnos la vida, y, de ser posible, acabar con el mundo como lo conocíamos hasta ahora.
Por último, lo más grave que Covid-19 se llevó, parece ser el sentido común. Desde que comenzó la pandemia, gente que por años consideramos normales se han dedicado a apadrinar todo tipo de conspiraciones irracionales y se han opuesto a medidas tan elementales como usar mascarillas para evitar que se contagie una enfermedad que se transmite por gotículas y aerosoles, o a aplicarse una vacuna para evitar que esta cosa siga propagándose. Con datos como que el 99% de los casos hospitalizados durante los últimos dos meses son personas no vacunadas, y que aún así haya quien se oponga a los beneficios de la vacunación, solo se explica si es que el SARS-Cov2 les llevó el cerebro… si es que algún día lo tuvieron.
El autor es cardiólogo


