La maestra Norma examinó las manos del chiquillo con delicadeza para ver si tenía algún dedo roto. Con una toallita mojada le fue quitando los granos de arena que tenía adheridos al cuerpo. Sacó un peine de su cartera y le acomodó el cabello, que lo tenía al estilo "lambío de vaca". Mandó a buscar agua de maravilla, mientras pegaba los botones a la camisa. Así eran las maestras de la histórica Escuela Alejandro Tapia Escobar. Sentíamos a la maestra Norma como a una madre. Siempre perfumada, con su impecable vestido sastre, sus zapatos negros cerrados, un collar de oro de tejido delicado. Y en la solapa de su vestido, un diminuto y dorado caballito de mar como prendedor. Cuando te llamaba frente a su pupitre sentías una mezcla de alegría y temor por lo de ir al tablero, pero ella con su mirada amable lograba vencer nuestra natural timidez infantil.
Así como ella, había maestras como Aurora de Quirós, Nereida Ordóñez de Peñalba, Querima y Benita de León, Gladys de Paulette, Yolanda de Aranda, la "maestra Rita", como le decían todos; Ana Polo, Alicia de Luaces. Y qué decir de maestros como Pascual Serrano, a quien le tocaba la dura tarea de enderezar a los grupos rebeldes.
Los alumnos querían y respetaban a sus maestros. Cuando te aporreaban a "metrazo limpio", por ejemplo, tenías dos problemas: reconciliarte con la maestra y esperar los azotes del padre o de la madre (porque las hay que son una ópera dando rejo) cuando llegabas a casa.
Pero los tiempos han cambiado. Son contados los educadores que tienen esa mística, esa vocación y capacidad de sacrificio por enseñar "de verdad" a las nuevas generaciones. Hasta la indumentaria es diferente; algunas maestras van a la escuela desaliñadas, en yins o pantalones de licra.
Por otro lado, el comportamiento de muchos padres de familia hacia los educadores es hostil, al extremo que algunos maestros (as) o profesores (as) han sufrido peligrosas agresiones -tanto físicas como verbales- porque han intentado corregir a los "retoños de papá". Acudientes los hay que cuando van a la escuela a buscar el boletín de calificaciones de sus hijos llevan una cachiporra (hasta arma blanca y de fuego) en la cartera para vengar cualquier número en rojo que aparezca en las casillas de calificaciones de sus nenes.
María Amparo C., profesora de inglés, rompió la marca de los 100 metros planos del olimpista Jesse Owens, huyéndole a una madre encolerizada porque su hijo había repetido la materia.
Conozco a una profesora de un colegio de San Miguelito que tuvo que encerrarse en un sanitario -en espera de que la rescatara un carro blindado de la Brinks- porque una madre de familia -machete en mano- la desafiaba a "que si era mujer que saliera". ¿Qué motivó tan desbordante ira? Pues que la educadora no quiso ponerle un examen de "repetición" al "rey de mamá". Lo peor es que los muchachos aprenden este modelo de violencia y lo aplican cuando son adultos.
El respeto y la admiración por los educadores debe iniciarse en casa, considerando que la educación es una profesión muy bella, aunque ingrata, mal remunerada y sacrificada. También hay que admitir que hay docentes (de ambos sexos) mal intencionados, deshonestos, sin escrúpulos, y acosadores sexuales. Aparte de los problemas con los acudientes, los docentes son víctimas de un sistema indolente, metalizado, que no valora a los que tienen la difícil misión de formar a las nuevas generaciones.
Y como dicen popularmente "el mundo es un coquito de pixbae". Después de 25 años me encontré a Luquita Valderrama en una escuela de Parque lefevre. Las orejas de su hijo parecían un pan moñita; se las había torcido porque el muchacho le tiró un borrador de tiza a la maestra. "Ya los muchachos no son como antes", comentó el Lucas, antes de subir -a empujones- a su hijo en una lujosa 4x4. La verdad es que los tiempos cambian.
