Nunca sueño. Sin embargo, el amanecer de este último sábado fue distinto. Como muchos, me desvelé casi toda la noche del viernes 1 al sábado 2 de abril, escuchando la información que las cadenas internacionales de televisión reportaban sobre las últimas horas del ser más increíble y especial que hemos conocido en este siglo, el papa Juan Pablo II.
Desde hace días, tenía unos sentimientos encontrados. Me entristecía saber cómo sufría a sus 84 años y, preguntaba a Dios cuándo se lo llevaría a su lado. No tengo duda alguna que cumplió a cabalidad, en forma eficiente y exitosa con la tarea asignada. De otro lado, se me llenaba el corazón de pesar y hasta de temor al observar cómo, con un representante de Dios como Juan Pablo II, nuestro mundo es cada vez más violento y mezquino. Ejemplos abundan. Sólo para dimensionar la profunda crisis en la que vivimos, basta atreverse señalar que aun con su presencia, fortaleza, inmenso amor y su categórico rechazo a la maldita guerra terrorista que George W. Bush diseñó y creó, ese poderoso y egoísta presidente, logró inyectar al mundo con sus malsanos sentimientos, ignoró las peticiones y oraciones del papa Juan Pablo II y sometió al mundo entero a su desgraciada guerra. Estoy segura de que el santo corazón de Juan Pablo II sufría, intensamente, porque sabía que la humanidad no ha empezado a padecer las consecuencias de este infierno de soberbia y maldad personificada a las que nos condenó Bush.
Regresando a mi sueño, las cadenas televisivas y los reporteros -sin controlar su emoción- enviaban unas imágenes y narraban una situación muy distinta a las transmitidas horas anteriores y con las que me había dormido. Las miles de personas que estaban en la Plaza de San Pedro se arrodillaban, lloraban, gritaban, alzaban sus brazos, besaban los rosarios, se abrazaban por lo que estaban viendo... cientos caían desmayados. Gritos, aleluyas, silbidos, aplausos, pañuelos agitándose. ¡Increíble! Oh... la imagen mostraba que en la ventana del aposento del Papa, había una figura inconfundible... ¡oh! era Juan Pablo II de pie... ¡sí! él mismo, sonriendo, bendiciendo y diciendo con claridad absoluta su inmortal frase "¡no tengáis miedo!". Desde mi casa escuchaba los gritos que provenían de las residencias adyacentes. Cuando los periodistas, balbuceando y con los ojos llenos de lágrimas, recordaban el pasaje de Jesús cuando frente a la tumba de Lázaro dijo "levántate y anda", de súbito, se acabó el sueño.
Ese sábado, cuando la noticia de su muerte física se confirmó, se intensificaron los sentimientos entremezclados. Su cuerpo descansó y no tengo duda que en la puerta del cielo lo recibió nuestro Señor Jesucristo feliz, radiante, satisfecho y orgulloso. Cerca Madre Teresa de Calcuta aplaudía emocionada. Sin embargo, cuando miré el mundo que hoy él abandona, la angustia, irremediablemente, se apoderó de mi corazón. Juan Pablo II sabía que, aun a pesar de sus esfuerzos, el amor y el verdadero sentido de seguir a Cristo en eso, de servir y no ser servido, parece haber desaparecido de nuestros corazones. Él sabía que estamos secuestrados por poderes mezquinos; por ello, clamaba por una transformación. No cesaba de pedir que nuestra conducta fuese a imagen y semejanza de Cristo para descubrir el amor auténtico.
En su empeño por alertar y proteger a los jóvenes de los vicios y maldades del mundo de hoy, en su homilía durante la IV Jornada Mundial de la Juventud en Santiago de Compostela, el 20 de agosto de 1989 les decía: "el que quiera ser grande entre vosotros que sea vuestro servidor. Este criterio supone una transformación, una renovación de los criterios con que se regula el mundo. Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. El criterio con el que se guía el mundo es el criterio del éxito. Tener el poder... tener el poder económico para hacer ver la dependencia de los demás. Tener el poder cultural para manipular las conciencias. ¡Usar... y abusar! Tal es el espíritu de este mundo...". Juan Pablo preguntaba "¿no venís tal vez, vuelvo a decirlo, para convenceros definitivamente de que ser grandes quiere decir a servir?". Y, respondía "este servicio no es ciertamente un mero sentimiento humanitario. Ni la comunidad de los discípulos de Cristo es un agencia de voluntariado y de ayuda social. Un servicio de esta índole quedaría reducido al horizonte de espíritu de este mundo. ¡No! Se trata de mucho más. La radicalidad, la calidad y el destino del servicio, al que todos somos llamados, se encuadra en el misterio de la Redención del hombre. Porque hemos sido criados, hemos sido llamados, hemos sido destinados, ante todo y sobre todo, a servir a Dios, a imagen y semejanza de Cristo. El reino de Dios se realiza a través de este servicio, que es plenitud y medida de todo servicio humano. No actúa con el criterio de los hombres mediante el poder, la fuerza y el dinero".
Juan Pablo II tenía pasión hacia los jóvenes y aprovechaba sus mensajes para hablarnos a nosotros, sus padres y adultos en general. En este encuentro, intentó, una vez más, enfrentarnos frente a nuestra realidad mezquina y dañina y nos obligaba a ser responsables ante ese actuar. Sabía que, aun a pesar de sus oraciones y plegarias, seguimos embarcados en un océano de indiferencia, de mezquindad donde impera la falta de justicia, de amor y de paz.
Imaginé el rico abrazo con que lo rodeó Dios cuando lo recibió en el paraíso. Seguro que, Juan Pablo II lo primero que le dijo fue: "Padre, siempre les dije cuánto les amas y nunca cesé de repetirles "no tengáis miedo...".
