Mis 52 años en este mundo dan para mucho, incluso he llegado a pensar que cuando decida escribir mis memorias tendré que hacer varios tomos. Uno de ellos se lo dedicaré a los miserables-corruptos. Reconozco que mi experiencia ha conseguido, lentamente, en los últimos años convertirme en un individuo prevenido sobre el comportamiento humano.
Escudriñando en el Diccionario de la Real Academia Española, descubrí el significado de miserable: “persona perversa, abyecta, canalla”. O sea ruin, despreciable, mala, que causa daño voluntariamente. Esta acepción refleja con exactitud lo que me quiero referir. He encontrado miserables en todas las facetas de la vida, pero quiero centrarme en los que recuerdo con más lucidez, incluyendo mi última experiencia en la Universidad de Panamá, que debió ser para inmortalizar cosas agradables, pero no fue así. Un miserable intentó amargar mi vida, pero no pudo conseguirlo porque mantengo una autoestima alta para enfrentar esta clase de adversidades.
Los miserables son capaces de conseguir lo que quieren en los centros de trabajo y en los partidos políticos, que se convierten en peligrosas sectas en las que el patrón ejerce de maestro de ceremonias ante la aquiescencia cómplice de sus secuaces. Producen mucho daño a las personas que se encuentran en un momento de debilidad emocional. Este espécimen sufre de diferentes patologías psicológicas como: complejo de inferioridad, también de psicopatía, esquizofrenia o la paranoia (con respeto a otras personas que lo padecen). Pero el miserable puede seguir existiendo si hay un hábitat adecuado (tóxico) que favorezca su fortalecimiento y extensión. Es decir, la existencia de cómplices y serviles seguidores, que algunos definen como parásitos, que de alguna manera encuentran apoyo en el poder.
Para combatir a ese tipo de personas, como las que se quieren reelegir en la Universidad de Panamá, hay que denunciarlas en privado o en público, adoptar medidas de prevención, sobre todo desde las instituciones públicas cuando se encuentran en su ámbito, enfrentarlas ante sus desvaríos, pelear sin miedo contra ellas, frenar sus agresiones, especialmente siendo solidarios con sus víctimas e impulsar esa solidaridad en el grupo para romper las confabulaciones. La solidaridad consigue que los más débiles aparquen el miedo que les provoca el hipotético poder.
Esos parroquianos me provocan profundo desprecio y alertan mi instinto de confrontación contra ellos, hasta intentar derrotarlos de manera definitiva.
Los miserables están hechos por el mismo molde: gente que solo puede actuar con impunidad si nadie se les enfrenta, pero que cuando eso ocurre suelen huir despavoridos debido a su innata cobardía.
Sé que me seguiré encontrando a esta clase de individuos, pero tendré claro, cada vez que eso ocurra, que debo batallar contra ellos, aunque sea derrotado.
