La moda actual: crear delitos

Adolfo Ahumada Una nueva corriente recorre el mundo. Es la que pregona la necesidad de elevar a categoría de delitos una serie de conductas humanas en distintas áreas. Ya Panamá es víctima de esta nueva ola de penalización excesiva, que no se conforma con lo que ha existido hasta ahora. En algunas ocasiones se han formulado planteamientos sobre el problema de la lentitud o la falta de celeridad de la justicia. Se apuntan distintos factores, pero con cierta frecuencia se olvida que, al menos en materia penal, la definición de nuevas conductas delictivas va en franco plan de crecimiento, sin control de ninguna naturaleza.

Debo insistir en que uno de los elementos que dan lugar a la aglomeración de expedientes en los tribunales es la costumbre de convertir en asunto penal una serie de controversias que tienen carácter puramente civil o mercantil. Las disputas y discrepancias entre empresarios no pocas veces terminan ventilándose en las fiscalías, donde cada parte va convirtiendo en cuestión penal lo que no es más que una lucha por el botín, que debe resolverse en los tribunales civiles, y nada más. Si un comerciante no puede cobrar una deuda, corre donde los funcionarios de instrucción con querellas por cualquier delito con cierto contenido económico, como la apropiación indebida, por ejemplo, para que la presión del ámbito penal le resuelva su problema, que no es más que el riesgo que tiene que asumir aquel que se dedica al mundo de los negocios. El abuso de la jurisdicción penal en Panamá es de antología. Todas las denuncias se acogen. Nadie rechaza ninguna, basado en el argumento de que los rechazos, aun de las necedades, constituirían una especie de denegación de justicia. Ello ha dado lugar a espantosas cursilerías, como la de una denuncia interpuesta inmediatamente después de la invasión contra una distinguida funcionaria, por la aparente pérdida de una herramienta mecánica con valor de 15 balboas que debió haberse encontrado en un automóvil perteneciente a la dependencia donde trabajaba. Toda una fiscalía hubo de movilizarse en investigación de esta grave monstruosidad, como si la cuestión del “gato” pusiera en peligro la estabilidad patrimonial de la República.

Con ligereza muy deportiva, en estos tiempos todo pretende resolverse mediante la adición de nuevos delitos. Si nace una preocupación por la cuestión de la protección del medio ambiente, de inmediato se piensa en aprobar nuevas leyes para que las faltas en materia ecológica se conviertan en delitos graves que manden a los infractores a la cárcel. Personas con muchos recursos económicos realizan inversiones en corporaciones financieras que consideran muy respetables, pero cuando las cosas no salen como esperaban y descubren que los encargados o administradores no eran tan santos que digamos, corren a las fiscalías para que el Ministerio Público les recupere su dinero. En estos casos, se mira con olímpico desprecio la jurisdicción civil, porque allí no hay el espectro de una celda carcelaria con el que aterrorizar a los deudores. La legislación de familia también incursionó en el campo del derecho penal, de tal modo que actos que siempre fueron de conocimiento de las autoridades administrativas y que actuaban con prontitud y pocas formalidades, ahora se elevan a la categoría de delito y, francamente, no creo que la situación actual de las familias sea mejor que la de antes que se aprobaran estas grandes genialidades.

El proyecto sobre acoso sexual se inscribe en esta tendencia. Conductas socialmente reprobables que, en todo caso, deben examinarse a la luz del atropello a la personalidad (aclaro que no es juego de palabras) con intervención de las autoridades tradicionales de policía territorial o, en última instancia, como una controversia humana y laboral, se traslada al terreno del derecho penal, en seguimiento de esta tendencia que se distingue por “inflar” la gravedad de las conductas. El asunto se complica porque se trata de supuestos delitos cuya definición típica es muy difícil de precisar. Yo diría que imposible de precisar. Ni en Estados Unidos, que fue donde nació esta invención, han podido capturar el concepto con toda claridad. Parece que lo han dejado en la relación de subordinación jerárquica, pero la materia tiene ingredientes tan subjetivos que puede ser fuente de graves injusticias. Para estos asuntos, en Panamá siempre ha habido remedios. Recuerdo que, hace apenas unos cinco años, en el Ministerio de Trabajo una señora respetable recibía avances enamoradores de un jefe que usaba métodos oprobiosos que no me atrevo a describir, hasta que la doña, rauda y veloz, corrió a informarle los hechos a su esposo. Este se trasladó al ministerio y puso las cosas en su sitio, resultando el jefe fulminantemente despedido. Hasta allí llegó el asunto, sin necesidad de empantanarse en la aprobación de nuevas leyes, como si no tuviéramos suficientes.

El autor es abogado

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