A diario somos testigos de diversos enfrentamientos en distintos niveles del estado o de la sociedad. Dicen unos: "Yo no tengo cola de paja por eso puedo encender la tuya"; otros se defienden diciendo: "Sí, pero tienes techo de vidrio". Y así, amigos y amigas que nos leen, estamos obligados a ser testigos de disputas triviales en su sustancia, que solo benefician a un grupo reducido de esa élite encaramada en puestos de poder social, político o empresarial.
Mientras tanto, a unos cuantos kilómetros de donde se tejen estas indescifrables telarañas armadas por políticos frívolos o por empresarios presas de su egocentrismo, no faltan padres desesperados que cargan en sus manos a un hijo agotado de tanto llorar, y a quien solo le queda ver a través de un techo de paja deteriorado por el tiempo los últimos rayos de sol, puesto que sus ojitos están a punto de cerrarse.
No hay que ir muy lejos para ver los vejámenes que a través de décadas han sufrido los menos favorecidos por la fortuna o por el poder que la acompaña. Aquí, en este pedazo de tierra donde se erigen grandes edificaciones y donde se encuentra un vital Canal interoceánico, las injusticias sociales persisten, y no son pocos los que viven a merced de las inclemencias del tiempo y olvidados del prójimo.
Hace poco leí un artículo de un galeno, en el que explicaba las causas de las muertes de niños y niñas indígenas. En realidad, no me sorprendió el dictamen, ya que solo basta ver las panzas hinchadas y las piernas delgadas, imposibles de sostener un cuerpo, y unos ojos que apuntan a una dirección desconocida, buscando tal vez el consuelo a un sufrimiento que un pequeño cerebrito aún no descifra y que tristemente nunca logrará entender.
Los cuadros tétricos que he logrado ver en mi caminar por lo largo y ancho del país, me han hecho preguntarme una y otras vez el porqué existe tanta desigualdad de clases en un territorio que apenas alcanza a sobrepasar los tres millones de habitantes.
Al mismo tiempo, aunque suena irónico e irreal, desde que tengo uso de razón he escuchado a nuestros gobernantes hablar de soberanía, de democracia e igualdad de oportunidades, basándose siempre en el principios de qué es lo más rentable para ellos: si repartir millones de dólares entre obsoletos y arcaicos partidos políticos, crear partidas discrecionales para beneficio de unos cuantos, engordar planillas con asesores de vieja data, o crear programas con nombres llamativos para usar nuestro dinero y repartirlo persiguiendo un fin político.
Si en verdad les interesara paliar la miseria creciente en el país, si quisieran ser más transparentes en sus afanes políticos, si de verdad pensaran en ese futuro próspero del que siempre hablan, practicarían la máxima de "enseñar al hombre a pescar, y no darle el pez".
Señores que hoy nos gobiernan, no olviden que en vez de mirar al pasado, de decir quién hizo y quién no, hay que mirarse primero en el espejo de la desesperación, de la tristeza, de la incertidumbre y el dolor que hoy sienten decenas de familias indígenas, para que se atrevan a cortar de raíz esa desigualdad imperante, pues no se trata de indígenas, campesinos, cañeros, obreros de las bananeras, sino de seres humanos nacidos en esta tierra.
Señor Presidente, así como hay recursos para ensanchar una vía, para dotar a unos bellacos de autos lujosos, para desembolsar miles de dólares en vacaciones acumuladas, subsidiar a los mercenarios del transporte, costear viajes continuos por todo el mundo, también debe haber millones para calmar el hambre en comunidades que lo único que piden es que se les tome en cuenta los 365 días del año, y no solo cuando representan un posible voto en las urnas electorales.
Pareciera una fábula, pero aunque usted no lo crea, sí como las historias de Ripley, los lugareños de nuestras fronteras están más relacionados con los productos alimenticios de sus países vecinos que con el suyo. Tal ocurre en los puntos fronterizos con Colombia, o donde el país limita con Costa Rica, en donde he podido degustar alimentos cocidos con sal colombiana, o digerido mis alimentos con gaseosas del vecino país. Al otro extremo, por los lados de Bocas del Toro, están a la disposición de todos las galletas, el café, el arroz, los ungüentos caseros y muchos más que dicen "Hecho en Costa Rica", lo que deja en evidencia que estas personas se sienten más identificadas con la región vecina que con los recursos de su propio país.
Cada día es una oportunidad que se pierde, o que se pudiera ganar, si quisiéramos hacer de nuestros ciudadanos, de todos ellos, ciudadanos de primera categoría en un país en donde parecieran sobrar los recursos, aunque en verdad están más y más lejos de una gran mayoría que se debate en niveles inimaginables de pobreza, porque el país de la prosperidad no parece ser el país de todos.