Al entrar en una librería, biblioteca, o casa de amigos en los que la palabra escrita reina, no es raro que me pregunte cómo funcionaba el mundo antes de que fuera atrapada para ser vestida con el ropaje de la escritura; o cuando veo libros apilados sobre mesas, o en estanterías, uno al lado del otro, en espera de la mano que los escogerá para cumplir el propósito para el que fueron creados: ser leídos.
¿Qué despertó en el hombre el deseo, la necesidad, de escribir esa primera palabra suya en la pared de una cueva, en el tronco de un árbol, tal vez en la arena? Los antiguos egipcios creían que los jeroglíficos tenían un origen divino y que su poder se potenciaba cuando la palabra se escribía; de esta creencia rechazo el origen divino, pero creo, como ellos, en el poder que adquiere cuando queda plasmada en una hoja, en un libro. También me pregunto, ¿por qué escribimos? ¿Será para dejar huellas de nuestro paso por la vida, para ganar un poco de eternidad? Sobre esta necesidad han escrito con gran profundidad filósofos, antropólogos, sabios. La seriedad sobre el tema se la dejo a los sabios señores. Yo me conformo con expresar mis inquietudes; preguntas que me hago y que, a veces, hasta soy capaz de contestar.
Como, por ejemplo, ¿por qué algunos pasan por la vida sin haber escrito más que una dirección, un nombre, un cheque, una tarea escolar obligatoria, mientras que para otros, escribir es una necesidad como respirar? Imagino a Cervantes escribiendo la obra cumbre de la literatura española, día y noche, en prisión, apenas alumbrado por una vela. ¿Para qué sirve escribir? Para todo.
Para sacarse de dentro sentimientos de amor, rebeldía, angustia, de alegría que, de otra manera, quedarían estancados en la oscuridad del alma; para seducir; reír y hacer reír; justificar; denunciar; desenmascarar mentiras; relatar lo propio o lo ajeno; crear lazos; guardar recuerdos; recoger la historia de los pueblos. Si los que nunca han escrito nada intentaran hacerlo, se darían cuenta de que es una experiencia que vale la pena probar; de las neuronas se rescatan recuerdos, palabras, sentimientos. No hay límites, es magia interminable. Al escribir se puede ser yo, y también tú, o ellos; hoy puedo dejar de ser yo, y nacer mañana. Porque escribir permite jugar con el tiempo, regresar al futuro.
Vale preguntarse, ¿para quién se escribe? A veces, para uno mismo, por el solo placer de hacerlo. Pero la motivación principal, creo, es escribir para ser leído por otros; aun lo íntimo, erótico, o escabroso que no conviene dejar a ojos ajenos, sirve de catarsis, para exorcizar demonios. ¿Qué hace que el deseo de escribir poemas, novelas, cuentos, crónicas se convierta en pasión? Se atribuye a García Márquez haber dicho, cuando aun no era “el García Márquez”, “Yo escribo para que me quieran mis amigos”. Cuesta creer que alguna vez haya podido ser ése el pretexto del Nobel colombiano, vista la pasión que ha mostrado en sus largos años como escritor. Y es posible que haya otros que también lo hacen por la misma razón, o para ganar dinero o notoriedad, no amigos.
Frente a la página cibernética del monitor, deseé, por esta vez, ignorar a los políticos; la criminalidad; a los inescrupulosos que le roban al erario; la repulsa que me causan los que con el poder de sus fortunas, consiguen prebendas para enriquecerse aún más. Esta vez rindo honor a la palabra escrita en libros y diarios, o en la memoria de este maravilloso invento que es la computadora.
A la que llega a mis manos para quedarse porque no se la llevó el viento; portadora de caricias, sueños, verdades, enseñanzas. La que persigue los que se esfuerzan por enriquecernos la vida con prosa, o poema; palabras de amor al amor, a la patria, los hijos, los amigos. O la palabra iracunda que estremece conciencias ante el dolor ajeno, la injusticia, la inequidad.
¿Para qué sirve lo que escribo en esta columna quincenal? A veces me respondo: para nada. Mis palabras, y las de otros, caen como semillas en el desierto, tragadas por la arena de la indiferencia. Sin embargo, no nos detenemos. Porque la palabra esperanza, una de las más hermosas, está siempre con los que creemos en la fuerza de la palabra escrita. De Julio Cortázar (Papeles inesperados): “Lo que me gusta de tu cuerpo es el sexo/ lo que me gusta de tu sexo es la boca/ lo que me gusta de tu boca es la lengua/ lo que me gusta de tu lengua es la palabra”.
